Así era la tarde gélida de febrero. Comenzó con el paso de una creencia al miedo por las nubes; del caminar con pasos pequeños a la calamidad de no sentir las manos, de no escuchar los suspiros y en cambio mirarlos. La tarde era una necesidad de no mirar más la ausencia de la luz, era un trámite dormido de las lluvias que se hacen golpes violentos, blancos. La tarde era la intuición, la pregunta bajo cero flotando sobre todas las cosas que se tardan tanto en regresar desde el tibio pasillo de un agosto lejano.