Llevaban dos horas y pico de viaje. Felipe cantaba eufórico Paradise City. A su lado, Agustín le seguía la corriente aplaudiendo con ambas manos. Detrás de ellos, Pablo dormía. Y como es de la clase de gente que cuesta despertar, no se hacían problema de hacer el menor ruido. Mateo observaba discreto, el alboroto que tenían los dos. Le causaba gracia a la vez que también, nostalgia. Recordó la primera vez que había conocido a cada uno de ellos. La historia la recordaba perfectamente ya que no era tan complicada de explicar. Se sumergió en ese bello recuerdo…
…Que comienza en la segunda semana de agosto del año 2015. El día soleado que había les venía bien a los ciudadanos del centro de Santiago. Allí también estaba con todos los transeúntes, Mateo con una mochila color marrón bien a la moda, cargada en su espalda. Sacó una hoja de papel con un impreso y la pegó en el muro de un edificio. «¿Tienes buena voz...te gusta la música rock? Preséntate en Santa Julia #123», decía el escrito. E hizo lo mismo veces seguidas pegando un total de treinta hojas en el sector. luego de terminar su tarea, sacó su celular del bolsillo derecho de sus shorts, y llamó a Agustín. Demoró en contestar.
—Hola.
—Hola. Terminé recién de pegar los impresos.
—Bien. Yo tengo aquí los míos.
—¿Qué dicen? —tenía que serse sincero. Desconfiaba de su amigo, y era entendible ya que el último tiempo ha estado bastante perezoso. Pensaba si acaso era por una decaída anímica. Agustín ante esto siempre le decía simplemente que No, o cambiaba al tema más próximo.
—«Se necesita baterista. Si tienes los huevos ven a Santa Julia #123».
—Está bueno —mintió. Luego, cortó.
Estaba exhausto. Salió temprano en la mañana para ver a Loreto, su madre. No la veía hacía meses. Y la culpa se extinguió de sí al entrar por el departamento.
Al salir después de un buen desayuno, la dejó pese a no querer. Le dio un largo beso en su mejilla, y partió. Luego llegó al centro para comenzar a pegar los papeles. Tenía una fuerte sed que le rascaba la garganta. Dedicó tiempo a buscar en el trayecto al paradero, un quiosco. Lo encontró a metros después que se presentaran las ansias. Compró una bebida y le pagó con un billete. Se arrepintió después, al encontrar en su bolsillo derecho varias monedas; suficientes para pagar. ¡Maldita sea! Más monedas, dijo. Iba por cruzar la calle cuando escuchó un «hey...tu» chocarle en la nuca. Se volteó y lo que vio fue nada, más que transeúntes que siquiera miraban al frente. Dudó en si iba dirigido a él. No vio nada por lo que siguió caminando. Pasó junto a la vitrina de una tienda de ropa, y se fijó en la polera que vestía el maniquí. Le pareció tan bella que sintió el deseo de comprarla. Era blanca y en el centro estaba la cara de un lobo que parecía ser dibujada a grafito, y junto a su derecha estaba la luna llena con los cráteres agregados. La observo durante unos segundos. Se imaginó llevarla puesta y pasear en las calles con un estilo de caminata muy de modelo.
Un apretón en su hombro le hizo voltearse destemplado de su fantasía. Lo que encontró fue a un chico que aparentaba su misma edad; cabello no tan corto de color marrón, aunque el sol a primera instancia le hacía ver igual al color dorado; traía una polera negra bastante ancha y con las mangas rasgadas; y unos jeans azulado que combinaba con sus zapatillas rojas. El tipo se le veía cansado y lo demostraba por la forma arrugada de su cara, además de su sudor en la frente. demoraba en hablar por el brusco respiro que tenía.
—Te vengo persiguiendo hace cinco cuadras. Caminas muy rápido. Me presento: Soy Pablo...Pablo Sepúlveda —¿Y este?, se preguntó. Tenía una voz muy grave y ruda haciéndole pensar que tendría quizá unos veinte años. No los representaba. Buscó palabras ya que no sabía cómo responderle. Esperaba que prosiguiera, cosa que nunca hizo.
—Un gusto Pablo. ¿Y por qué me seguías? —el tipo esperó en responderle. Se veía agotado tras la persecución.
—Vi el anuncio que pegaste. Lo leí cuando te alejaste, y me llamó la atención ya que soy cantante...Las coincidencias ¿no? —Le hizo una mueca que casi contagia a Mateo.
—Sí. Coincidencia —no lograba convencerse. Tomó una mala impresión del tipo, o tal vez no le gustó que le haya agarrado del hombro.
—Vamos a comer. Invito —era ya la hora de comer, su estómago bien lo sabía. No desaprovecho la jugosa oferta.
Caminaron por la misma calle en que se conocieron, hasta llegar a un restaurante de comida casera. Eran puertas dobles de madera que les daban la bienvenida al interior. Recibía la luz natural por los grandes marcos de cristal que estaban a los lados dándole la vista de la calle; los peatones obviaban el interior del local. Se veía agradable y no estaba repleto por lo que tuvieron oportunidad de elegir la mesa que estaba junto al ventanal. Se sentaron y apareció de vuelo el mesero. Les entregó un menú para cada uno. Mateo miraba las opciones y se deleitó por las papas fritas con pollo recordando jugoso sabor del pollo asado; y las secas, pero aun así exquisitas papas fritas. Se lo ordenó al mesero y este lo anotó en una pequeña libreta. Pablo pidió lo mismo y quedaron por fin, solo los dos. Mateo esperara a que le contara del interés que siente para integrase a una banda, o que le contara si ya ha cantado frente a un público para así saber que no se sofocaría en presentaciones. Nada, no hablaba. Comenzaba a inquietarse por el silencio que había, lo poco que oía era a su derecha a unas tres mesas después, una pareja comía. No quiso mirarlos, pero escuchaba los sorbetones que le daban a su plato. Especuló que se trataba de una sopa de tomates, por el intenso olor que había.