La mañana apareció soleada; y la playa templada. Los madrugadores salían a pasear por las calles de Valparaíso. Uno de esos madrugadores, un adulto quien salió a trotar con su perro, un labrador que se veía joven por la manera en que corría. Pasaron junto al hotel, por el ala en que estaba la cafetería. Pablo desayunaba un café en conjunto de un pan tostado cuando vio pasar al deportista. Le vino el aire quinceañero, de salir y trotar junto al tipo. Le hizo recordar cuando iba en la escuela y tenía clases de educación física. Era muy buen alumno, nunca destacó, pero se mantenía en el margen de bueno. El mejor era un chico que se llamaba Christian Beltrán y era un atleta de categoría. Asistía frecuentemente a maratones de seis y máximo diez kilómetros —¿los ganaba? Ni idea—. Nunca le envidió; es más, tenía buena relación con él, jugaban juntos al futbol y cuando había más gente para hacer un partido se iban a diferentes equipos. Después de salir de la escuela nunca más volvió a verlo. Espero que esté bien, pensó y así le dio fin al recuerdo de Christian Beltrán. Llegaron los demás con sus desayunos, con sonrisas clásicas de mañana, caminaban como sonámbulos. Traían lo mismo que Pablo; no tenían acceso al buffet ya que pagaron la categoría Normal que ofrecía hotel —en realidad, fue la municipalidad quienes pagaron—: Estadía con derecho a desayuno, almuerzo y cena. El buffet era parte del plan Premium.
Todos habían terminado de comer y ahora con el brillo del sol que entraba por el cristal, charlaban; de chicas; de sexo; pero especialmente de música. Recordaron grandes conciertos y en más que alguno asistió. Mateo contaba sobre el concierto de la banda tributo a U2, especificó en que no fue la gran cosa, acorde a los…
Suena su celular.
«¿Hola? Oh, sí. A las dos, perfecto. Muchísimas gracias fue lo único que dijo y cortó, los tres lo miraban esperando que contara que pasó». Y cortó.
—Era el patrocinador del evento —comentó este—. Tocamos a las diez de la noche. Primero parte una banda. Creo que se llama Survival. Da igual. Nosotros cerramos el show, y eso importa.
—A qué hora nos vamos —Mateo se rascó la barbilla mientras pensaba que decirle a Agustín.
—Cuatro horas antes de que comience el show sería ideal.
—Entre dejar los instrumentos y ensayar un poco —agregó Felipe.
—Exacto.
Agustín fue el primero en pararse, fue a dejar su bandeja con la taza y platos que parecían que estaban sin ninguna mancha. Felipe fue el siguiente en salir, se despidió de los muchachos y volvió a la habitación a descansar ya que no pudo dormir en la noche por ruidos externos de una casa que estaba junto al hotel: Unos tipos que se notaba que estaban ebrios, cantaban cumbias, había partes en las que no les entendía que decían. Quedó Pablo con Mateo en la mesa, aún conversaban. Pablo le hablaba su experiencia al ir a Argentina y quedar estancado en la cordillera por cuatro días. Mierda, lo más difícil ahí fue orinar, comentó. Mateo ya no tenía más material que compartir y así viceversa. Curioso, notó que solo estaban ellos dos en el casino. El silencio que se provoco fue de lo más incómodo posible. Pablo notó que su amigo miraba detrás del así que se volteó, pero no encontró nada.
—Qué ves.
—Lo vacío que está este lugar —entonces Pablo se dio cuenta.
Habrá pasado una hora y media desde entre que Pablo llegó hasta que quedo solo junto a Mateo. Ambos se miraron y comprendieron que ya nada más podían hacer sentados ahí, no más que acalorarse más por el sol que les golpeaba de lleno. Hay mejores maneras de perder el tiempo, pensaron. Entregaron los platos en el mesón que tenía vista a la cocina, no se encontraba nadie. Mientras caminaban a la puerta que le daba acceso al centro del hotel, oyeron ruido provenir del casino. Se volvieron y toparon el cuerpo de una mujer ya pasada de años que tomaba las bandejas.
Tomaron el ascensor y subieron hasta el piso veinte. La puerta se cerró y comenzaron a experimentar la sensación que te provoca el ascensor al subir. Entrando a la habitación vieron a Agustín sentado en el sillón, tocaba la guitarra acústica. Al verlos allí no atinó más que asustarse —no los oyó entrar—, y soltó el instrumento, pero gracias a sus reflejos logró tomarla en cuestión de milisegundos.
—Ten más cuidado —dijo y luego de oír «A la orden, jefe», se dirigió al baño para afeitarse la barbilla, la picazón le punzaba reiteradamente. Tomó la espuma y se la esparció en su seca y cosquillosa barbilla. Lo hacía suavemente, tanto que pudo sentir el placer subirle por las rodillas. Erección mental, dijo este. Tomo la afeitadora y la deslizó unas diez veces en su cuello, se lo enjuagó y terminó. Se secó y notó una herida que le saludaba debajo del mentón. La cubrió con una tira de confort.