Providencia, Santiago, 2015.
Manuel estaba en casa y estaba ya a puto de salir hacia Parque O´Higgins. Los chicos comenzaban en…No lo sabía. Pero ya eran las siete en punto. Estaba ya listo. Había puesto, horas atrás la alarma en caso de quedarse dormido —No lo negaba: amaba dormir—.
Siempre le salvaba. Pero a veces era tan: Tan jodida, dijo.
La alarma…
Providencia, Santiago, 2014.
…La alarma anunciaba recién las nueve en punto de la mañana. Manuel dormía placido en su media plaza que tenía por cama. Su cabeza le hacía creer que recién pasaban las siete de la mañana; el calor humedecía sus extremidades con la sabana color crema, además de su cabello, estaba húmedo y sedoso. La maldita ventana —la única de su cuarto—, se encontraba sobre la cama del chico, y todos los veranos le jodía las mañanas. El plumón lo tapaba hasta cubrirle por completo, estaba ya ahogado con el poco oxigeno que transitaba. Se destapó y dejó plumón y sabana en la orilla de la cama, casi al borde de caer. El chico dio un suspiro de alivio y trató de conciliar nuevamente el sueño. No lo logró.
Manuel vivía junto su madre y padre en el décimo quinto piso de uno de los tantos departamentos que se elevaban en decenas de pisos dentro de la comuna de Providencia, junto al límite que la separaba de Ñuñoa. Su vecina, la señora Gonzales, vivía sola. Algunas veces comparte breves momentos con ella, la mayor parte cuando se topan en el ascensor, ambos compran el pan de la tarde recurrentemente a la misma hora; estaba Manuel quien era obligado a comprarlo, y por el otro a la señora Gonzales.
Los rayos de sol comenzaron por asomarse a la ventana del chico. Uno chocó con su oreja, rápidamente experimentó el calor; era como recibir cariño de una suave mano, pero por qué no paraba; ya era mucho cariño. Se levantó, sus pestañas inferiores y superiores le tenían cegado mientras salía del cuarto. Las rascó con ayuda de sus dedos y ¡hágase la luz! Miró en ciento ochenta grados su cuarto ya más vivo. Nada fuera de lo común: Ropa que usó el día anterior, tirada en el piso. Llevaba encima puesto una polera de tela arrugada y bóxer color negro. Se encaminó hacia la concina, daba pequeños pasos con sus pies descalzos. En el cuarto de estar se interrumpió por a una nota pegada en la fina madera de la mesa. «Comida en el refrigerador. Caliéntala por dos minutos. Volvemos en la noche. Besos», decía la nota. Inmediato la dejó en su posición anterior.
Las tres de la tarde se le hicieron eternas. Miraba el blanco color del techo tan concentrado que su ojo derecho temblaba, quizá de angustia. Contaba los segundos que pasaban frente sus ojos. Sudaba como nunca, su frente en especial le tintineaba gotitas que salpicaban en la alfombra….
Por querer o no, le chocó como un rayo el recuerdo de Florencia, una novia que tuvo tiempo atrás. Era de cuerpo delgado y baja —un metro cincuenta para ser exacto, lo recuerda muy bien—; pelo rubio que bajaba hasta reposar en sus hombros tan pálidos; ojos verdes donde se encontraba con la selva amazónica al verlos. Pero lo que siempre llamó su atención de ella fue su espíritu. Claro, no lo podía ver. Lo sentía en cada momento que compartió con ella, mientras se sienta uno puede verlo ¿no?
Era difícil de describir, pero tan sencillo de vivir. Su cuerpo ardió de pasión con el recuerdo frío. Sabía que lo que vivió con ella sería difícil de sentir y, sobre todo, amar; con otra chica que conociese a futuro. O tal vez no. La adolescencia profundiza en demasía las cosas, le había dicho, mamá.
Inconsciente dejó reflejar una sonrisa que se reflejó con el brillo del sol que entraba por la ventana. Volcó su cabeza; El día está perfecto, se dijo. Sin más que pensar decidió ir al parque, se encontraba a media hora en un solo autobús.
Se fue el trayecto completo apoyado de su cabeza contra el cristal de la ventana. Miraba concentrado el alrededor; la bajada por Antonio Varas siempre se le hizo aburrida antes de ver el parque Inés de Suarez, pero ahora iba concentrado. en qué, pues en todo. Ahora prestaba a las hojas fuertes de color que volaban por la nada de aire que arremolinaba la calle. Su mente se encontraba en blanco. Llevaba buen tiempo desde que salió del colegio, le aterraba la idea de no saber que estudiar, como a la mayoría de los chicos, claro. Da gusto saber que no soy el único, pensó. No lo especuló en sus primeros tres años de enseñanza media y mucho menos tuvo el tiempo de especularlo este último tiempo. ¿La culpa era de amigos? No. Le daba gusto a indiferencia el hecho de culparlos, por invitarle a tantas fiestas que él aceptó. ¿A sus profesores por no haberle regañado al igual que a sus padres?; ¿A Florencia por haberle alejado de la realidad por tanto tiempo? A nadie culpaba. ¿Entonces admitía él ser culpable de todo lo que estaba pasando frente sus narices? Se sentía deseoso de llorar en ese mismo momento. Qué podía hacer…