El taxi se encontraba junto a un semáforo en la esquina de la calle Irarrázaval. El taxista miraba a su lado, había un Ford Atlas del año, estaba quieto pero el motor rugía más vivo que nunca. Mateo iba detrás del chofer, se distrajo de sus ideas que lanzaba el agente conspirador; Fiuu, mire esa belleza, dijo el taxista, se lo señalaba como si se tratara del mismísimo Papa. La verdad era que a Mateo nunca le interesaron los autos, ni los de juguete que recibía en navidad o cumpleaños, para el solo las espadas de madera eran verdaderas cosas de hombres. Doblo a la derecha y entró en Santa Julia; Al fin, suspiró. Estacionó junto a la vereda y a menos de un metro de la reja. Le pagó en billetes y unas cuantas monedas para no recibir vuelto.
De su bolsillo derecho sacó las llaves de la puerta, su mano sintió como el metal se deslizaba por su muslo y los dientes le raspaban también. Entró y lo primero que vio fue a Pablo sentado en sofá viendo televisión. Ambos cruzaron miradas e hicieron una pequeña benevolencia con su silencio. Se dirigía a la escalera, pudo haber llegado a su cuarto y estrepitarse en su cama. El universo en cambio no quería que sucediera así. Pablo le alzó la voz cuando este ya iba en el tercer escalón.
—Alguien llamó por ti —Se le vino una lista de personas a la cabeza. Quién pudo haberle llamado; inclusive Cristóbal formaba parte de ella.
—Quién.
—La chica de Concepción. Camila, ¿cierto? —Le asombró. No. Le acaloró la piel de sus mejillas.
—Vale. ¿Dónde dejaste mi celular? —miró a sus alrededores sin hallar tesoro.
—Toma —se levantó atléticamente del sofá, y se lo lanzó justo en sus palmas.
Su habitación era un lugar más que apto para hacer llamadas. Era alguien reservado por no decir desconfiado a pesar de que no lo demostraba mucho con la banda. Marcó el numero desde las llamadas perdidas y no tardó segundos en escuchar su dulce voz.
—¡Hey! Pensé que no llamarías —su voz era alegría y vida. Cuanto más esperaría a darle un beso. Maldición, se dijo mientras ella hablaba.
—Salí a dejar la camioneta; dejé el celular en casa.
—Bueno. Te llamaba para invitarte a comer. —era una mala idea, le jactaba el conspirador en su oído derecho. Y no solo eso; estrujaba su tráquea con una fuerza sobrenatural y este quedaba sin voz, ella lo percibía —. Qué te parece.
—¡Genial! Estaré en media hora.
— Perfecto. Nos juntamos en el KFC.
El entusiasmo le alegró lo que a su parecer era uno de esos malos días que solo se dejan para el olvido. Se quitó la camisa negra que llevaba puesta. Tocó la parte que correspondía a la espalda, sintió el sudor que se pegaba a sus dedos que acariciaban de la tela. Sacó una camisa color blanco y sin mirarle mucho la levantó con ambas manos y la dejó caer hasta cubrirle el pecho.
Tomó el autobús en el mismo lugar donde minutos atrás estuvo dentro del taxi junto al fanático de las Ford Atlas, el olor a recuerdo nuevo aun persistía allí. Mientras subía los escalones del vehículo sacaba sus monedas, se las posó en su palma, el conductor pareció que era su primer pasaje que cobraba en el día, se las arrebató y acto seguido le entregó un boleto. A su buena suerte había varios asientos disponibles, optó por uno que daba a su izquierda, se sentó a la par en que se acomodaba en el fiel terciopelo del asiento. Tenía nervios —peores que el primer día de clases en escuela nueva, el más que nadie lo podía aseverar—. Recordó la vez junto a Camila en que recorrieron la playa; en la forma en que miraba su cabello flotar y bailar libre por la fuerte brisa. Le causaba gracia lo parecido de lo real frente a un recuerdo. Solo que, en este último, el la besaba y apretaba sus delicados labios; también acariciaba su cabello. La sensación que fantasía causaba nunca equivaldría al verdadero beso, pensó. Tenía miedo —¿De cagarlas? Claro—, pero el placer de pensarla así era más fuerte. El autobús frenó de golpe, —y sus recuerdos se aplastaron en su frente; no los evocó durante el día—. La causa fue según voces de asientos traseros, se trató de un perro que cruzó la calle sin atenerse a las consecuencias del peligroso Santiago, el de ojos furia y fuego que les chispeaba. Vio como el perro —tenía parecido a un Golden— se acercaba nuevamente a la calle cabizbajo. Ya estaba cerca; en unos pocos minutos ya estaría camino hacia lo que quería el destino. Los pocos pasajeros comenzaron a levantarse, unos que otros se acercaban a la puerta trasera para ser los primeros en bajar. Mateo no obstante se quedó quieto, conservó su mirada en la calle y autos que veía en un rápido parpadeo para no topárselos más; ¿cuántos pudo ver? No lo sabía, pero si recordaba los colores de algunos —un Yaris le recordó el rostro de Cristóbal a mala suerte—: negro, azul, y rojo.