Mateo no dormía, oía la inquietante melodía del despertador. Una mosca rondaba por el cuarto, realizaba infinitas acrobacias aprovechando la tranquilidad que había en el dormitorio. Con el frenético aleteo de sus alas descendió hasta aterrizar en la oreja de Mateo, específicamente en el hélix. Deslizaba su maxila en la piel provocándole cosquillitas al muchacho. Levantó su mano derecha e hizo aleteos en el aire. La mosca aun lamía parte de la oreja, encaminaba su fascinación hasta el borde del delirio, nada se lo arrebataba. Lo único que logró Mateo fue que el insecto se cagara encima mientras emprendía vuelo hasta llegar al techo.
Mateo vaciló mientras levantaba cuidadoso su cabeza, el calor que compartió con la almohada se desvanecía y le daba fin a una noche de sueños. Se frotó ambos ojos y salió al baño. Se lavó la cara y luego los dientes, gorgoreó y la espuma lo hacía creer que estaba rabioso.
Brrrr…
Y escupió al lavamanos. Seguía en su misma posición, intacto mientras seguía viendo sus ojos color pardo desde el reflejo. Resplandecía por los bordes de sus hombros, el sol le daba de lleno a su espalda. Podía ver como el vapor ascendía y dejaba seco su cuerpo. Sus ideas estaban bloqueadas, pero podía recordar.
Recordar…
Vaciló por unos segundos y luego de unos tres frenéticos pestañeos volvió a la realidad. El baño se veía más gris, muerto, como siempre. Salió del lugar jugando con ambas manos formando solo una con diez dedos, se imaginaba al ying—yang mientras las veía. No lo dudó, pensó por primera vez en lo que iba el día en Camila. Hoy no era un día tan común como se aparenta siempre la noche anterior de comenzar uno nuevo.
¿Por qué?
Camila le invitó a su casa aprovechando que se encontraría sola el día completo, sus padres salieron a casa de unos amigos de la escuela en sus años de enseñanza media —¿o en básica? NO. Definitivamente en media—. Ambos —los padres de Camila— se conocieron en el primer año de media, cayendo en el amor meses después transformándolo en una historia para muchos más romántica y para otros menos creíble. Sea como sea, a Mateo le parecía muy fantasiosa y descabellada, pero en su interior aun había magia, y la creía.
Volvió a su cuarto buscando su móvil el cual podría estar en cualquier lugar dentro del cuarto, del mundo en estos casos. Para suerte suya el cuarto estaba limpio fuera de desorden. Se acercó al velador y abrió el primer y único cajón, solo traía en él una billetera de cuero color caqui, no estaba su celular. Lo cerró de golpe, se agachó chocando sus rodillas con el piso alfombrado, era color plomo. Miró debajo de su cama y esforzó su mirada en poder ver lo que fuera que estuviese en el oscuro recoveco. Adentró su mano derecha al rincón y por el tacto reconoció la pequeña figura móvil, estaba frío; por el aluminio, pensó. Sacó triunfador el aparato y lo encendió con la fe en que tendría algunas llamadas perdidas de Camila. Terco destino. «Cero Llamadas» indicaba el registro de llamadas bajo la penumbra del cuarto. La desilusión vagó por un instante en él. También sintió como una descarga de inquietud emocional le hacía pensar en no hablarle nunca más. Los jóvenes pensamos así, pensó luego de meditarlo; ¿y qué?
Estaba ahora en la cocina, a su lado tenía el cuarto de estar que se iluminaba con el brillo de la televisión, transmitían bloopers en el ANIMAL PLANET. El cereal se humedecía con la leche semidescremada, era la combinación perfecta: la leche le endulzaba su paladar mientras que el cereal se quedaba quieto en la punta de la lengua donde ésta con un esfuerzo poco forzoso le da un impulso para que siga su camino. Adoraba las cosas sencillas el chico. El programa terminó y dio paso a uno más informativo, ahora le enseñaba el valor de la tortuga rusa en el sur de Rusia. Se preparaba el café de la mañana ahora, agregaba el agua recién hervida y como observador que es, se deleitaba con las espumas que salían una tras otras. El aroma no se hacía esperar, inmediatamente se percibió el cargado olor del café, y estaba bien según un chico de diecinueve años, bastante bien. Revolvía mientras escuchaba el programa:
«En el momento de nacer apenas logran los ocho u once gramos…» fue lo que logró aclarar puesto que la confusión entre el idioma original —el inglés— más la traducción al español le irritaba.
«Puede llegar a vivir cuarenta años, aunque otras que persisten en cautividad pueden superar el límite de cien años».
Se dirigió cauteloso de no derramar café por los bordes del tazón hacia al sofá.