La dulce y abrazadora tarde era inverosímil dentro del contexto que era de la casa de Mateo. En ella infantilmente se hacía una discusión sobre quien debía lavar los platos que ocuparon en el almuerzo. Agustín era por el momento el que se estaba salvando de ello, daba argumentos más concretos y complicados de tragarse. Tan era su confianza que se apartó del circulo que tenían armado alrededor de la mesa donde se encontraban todos parados a excepción de Mateo quien unía fragmentos anotados en distintas hojas de una libreta color marrón, era preciada para él puesto que fue un regalo de Camila semanas atrás. La libreta liberaba un escrito en su primera hoja:
QUE SIGAN FLORECIENDO IDEAS DE ESA CABECITA
TE QUIERE, CAMILA
La esperanza que recibía de ella era bastante alentadora para creer más aun en su poesía. Ahora estaba inspirado, floreciendo. Y percibía, que podía alargarse a dos días más, aunque eran dos días que podían variar. Podía estar en el patio trasero de su casa sentado en la banca observando las nubes —le gustaba hacerlo, lo alejaba bastante de la vida—, y como una flecha llegándole directo a su cien, surgía una idea. Sacaba la libreta de su bolsillo y con la mano temblorosa anotaba hasta que se quedara quieto pensando que más agregar, y la guardaba nuevamente.
Sintió picazón en su ojo y desvió la mirada puesta en los fragmentos a quedar en nada. Notó a Pablo en la cocina, se encontraba lavando los platos aparte de maldecir con su palabra nuclear: Agustín. Rió inexorable y volvió a lo suyo. Agustín estaba en la silla derecha a Mateo, observaba fijo los papeles cortados, formaban un círculo y encerraban dentro de ellos otras tres tiras más. Le apasionaba cada frase dejándose llevar por la tinta dibujada en la delgada hoja color blanco, contrastaba con la emocione paralela: El blanco y el negro. Mateo con su mano derecha mantenía firme el mentón, aquellas frases eran su personalidad viva, fragmentadas en pedacitos de papel barato. Le apetecía juntarlas todas formando algo hermoso, pero era seguro que aquello sería igual a juntar chicle usado formando algo agrio y sin cuerpo. El cuerpo era aquello que aún no podía visibilizar en aquellos restos de él. Cuanta falta le hacía Camila, apaciguando su alma hasta lograr la perfección, su clímax. Todo lo que tenía que ver con ella era algo nuevo para él, no era dependencia, sino deseo. Lamentaba no tenerla a su lado, necesitaba tener los pies nuevamente tocando la tierra, necesitaba el tacto de la espesa tierra y las rugosas plantas del jardín.
—Pareces detective —se sobresaltó, y pestañeó unas veces. Agustín le miraba confuso como también asustado—. ¿Alguna idea?
—Por ahora nada —echó una penosa carcajada y rascó su mejilla con aquella mano que apoyaba a su mentón.
—No te obligues a hacerlas pegar, se paciente —su voz fue desvaneciéndose como un eco dentro de su cabeza. Volvió a la tierra, sí. Al piso de su casa, era firme y frío. Era grato estar de nuevo, pensó.
La guitarra permanecía estática sobre el sofá, llamaba a su dueño quien sólo la miraba, hipnotizado en su brillo. Subió por su cuerpo hasta llegar a las seis cuerdas metálicas y terminando en el clavijero. La miró unos cuantos segundos hasta que volvió orientado a los fragmentos. Movió tres papeles alineándolos en una única fila:
«El manto que la noche sembró; En donde la niebla surgió; Oh el alma de la luna; Que le canta al mar en las solemnes horas; Uh destellar de deseos; Que tortura al hombre a la hora de dormir; Y el desorientado se cuestiona; Culpándose por sus actos erróneos; Buscando la aguja en el pajar; Pero el que busca no siempre encuentra; Uh y el desorientado busca la ruta del camino».
Recurrió a la libreta que estaba junto a él. La abrió y comenzó a anotar el escrito de los fragmentos. La letra era clara, además de ser bastante atrayente debido a la caligrafía del muchacho; la cual desarrolló desde sus años en la enseñanza básica en donde era torturado día a día a escribir frases y repetirlas reiteradamente como secuencia dentro de un cuaderno. Su maestra, la señorita Patricia, era bastante estricta en ese tema. Tan así que a fines de año pidió que le cambiaran a otra escuela debido a que ya no podía ver la presencia de tan arrugado y tenso rostro de la maestra. La odiaba, pese a tener un rostro angelical, era el demonio de los niños en persona.
Recordó las notas que hizo con el piano, el ritmo, la melodía, los tiempos, todo. Además de recordar, pudo unir. Encajaba perfecto con la letra, ¿y si no era tan así? Lo haría encajar, se esforzaría en hacerlo. Pero fue fácil. Su mente le hizo divagar por un momento, y entró en contacto total con su alma, y conversar con ella. Sobre la letra que acababa de juntar, pensó. Lo más raro para el chico, que podría resumirse como la experiencia del día, fue haber entrado en contacto con Camila. Escuchaba su delicada voz y no tardó en imaginar su presencia. Brillaba como el mismo sol. Tocaba sus manos, seguían heladas e iban en peor. Sus labios eran iguales a los de la verdadera Camila, bien formados y alineados. Hipnotizado por aquella alucinación no pudo detenerse de mirarla. La imagen se desplomó tan fugaz que lo aturdió por un momento, luego de pestañear varias veces volvió al lugar, a la vida de ese entonces, la realidad. Volvió a estar sentando, sosteniendo su libreta. Miró a Agustín pensando si él le vio mientras alucinaba, la idea de que sí lo vio lo avergonzó, tal vez pudo haber estado varios minutos así a pesar de que para él sólo fueron segundos, segundos de placer, de recuerdo, de amor. Volvió a su tarea propuesta en la música.