(Actualizado el 29/11/24 a las 16:49)
—No. ¡No, no, no! ¡No puede ser! —se quejó para sí mismo en un susurro que entonaba molestia. El chico al otro lado de la línea se disgustó. No podía estar pensando en otra cosa, pero le tocaba soportarlo como siempre.
—¡Escúchame, pedazo de granuja inservible, lunático bueno para nada, sí puede ser! —ladró perdiendo la paciencia, porque aunque su amigo Juan era un caso especial, a veces lo sacaba de quicio muy fácilmente con solo decir una palabra, por más corta que fuese—. ¡Estoy esperándote desde hace diez minutos en la entrada de tu casa, así que vienes a abrirme ahora o te juro que lo vas a lamentar!
—Eres tan impaciente… Y exagerado. Sabes que no me refería a eso.
—¡Y tú eres un caso perdido! ¡¿Me oyes, idiota?!
—Ya, ya. Tengo que irme, adiós —dijo y colgó. No tenía tiempo para una discusión con Néstor. Dejó de buscar dentro de su armario y se puso de pie, caminando hacia atrás. Luego se tiró en la cama de espaldas y observó el techo de su habitación mientras jugueteaba con un mechón de su cabello castaño oscuro.
¿Y si simplemente no iba a la escuela ese día? Total, no pasaría nada, ni que fuera un día especial o alucinante. Y además había personas dispuestas a pagar para que faltara. Porque, pensándolo bien, tampoco había ni una sola prenda en su ropero que fuera adecuada con el clima que hacía afuera, aproximadamente unos veintitrés grados, y no podía usar negro por más que quisiese, ya que absorbía el calor.
O eso le había dicho su madre un día antes durante la cena.
«Por favor, deja de usar colores tan sombríos. ¡Los chicos de hoy!», recordó que le decía ella cada que podía, nunca con un buen argumento. Pero la noche anterior había ido armada para ganar la batalla.
Pensaba en ello cuando tocaron a su puerta. Levantó un poco la cabeza para verla pero volvió a retirarla hacia atrás. No tenía ánimos como para abrirla. Finalmente esta lo hizo por sí sola lentamente y vio aparecer a su hermana, dos años más pequeña que él.
—¿A qué hora vas a estar listo? Faltan cinco minutos para ir a la escuela, hermanito —le recordó.
A diferencia de él, ella tenía el pelo de un tono ligeramente más claro, al igual que sus ojos, pero compartían la misma sonrisa conquista corazones que enamoraba a todo el mundo.
—Ojo que soy tu hermano mayor, llámame por mi nombre, Elizabeth. Y por favor no molestes y sal de aquí —protestó Juan con desaire.
—De acuerdo —revoleó los ojos y se sentó en la punta de la cama—, como digas, pero apúrate, ¿sí? Vamos tarde. —Le tiró una de las almohadas pero Juan no reaccionó—. O tendré que tomar medidas drásticas —bromeó, risueña.
—¿Cómo de qué “medidas” estamos hablando?
—Como dejarte solo. Yo llegaría temprano —aventuró. Y quizás se encontraría con quien quería en el colectivo.
Juan se enderezó de golpe.
—¡No puedes hacerme eso, además yo mando cuando mamá no está!
—Todos dicen lo mismo. Y mamá aún no se ha ido, está abajo.
—¿Qué ha pasado?
—Doña Pancha le cambió el horario porque sus nietos iban a visitarla.
—Ya veo —cerró los ojos al tiempo se desperezaba—. A ver, vamos a poner las cosas claras: si tanto insistes en que te acompañe, tú escogerás mi ropa —le ordenó.
—No es tan difícil —se puso de pie y buscó en el armario: encontró un short de jean color beige y una camisa rosa y tiró ambos en la cama de Juan—. No te puedo seguir esperando. Me voy —dijo cerrando la puerta tras de sí—. Tú te arreglas a partir de ahora —gritó desde afuera.
—¡No, espera! —se levantó para seguirla, gateando en su cama, pero terminó con la cara en el piso por aventurarse hacia la orilla.
No importaba, ni que fuera a necesitarla. Después de todo, Néstor estaba afuera. Elizabeth se lo perdería. Total solo le había hecho la ropa. Nada más. ¿Acaso le debía algo por eso?
Juan terminó de cambiarse y salió de su casa. Bajó las escaleras que guiaban a la vereda de la calle para encontrarse con su amigo y el sol mañanero inundó su rostro. Sus ojos marrones resaltaron al punto de que inclusive Néstor, quien estaba vuelto hacia él, lo hubiera admitido, y su sonrisa hubiera dejado encantada a cualquier chica, por más narcisista que fuera.
—Buenos días, Néstor —pasó su brazo por el cuello de su camarada—. Discúlpame por la tardanza, no encontraba la ropa indicada. Ya sabes, siempre necesito lucirme: ya te he dicho mil veces que la popularidad no se regala.
—Como si me importara lo que tienes para decir. Ni que te hubiera preguntado.
Néstor inspeccionó de pies a cabeza a Juan, deteniéndose a analizar cada parte que le llamara la atención. Nunca se le escapaba un solo detalle, y lucir unos lentes lo hacía ver más intelectual de lo que ya era.
—Pues no pareces tú —reconoció.
—¿Hum? ¿Por qué lo dices?
—Porque usualmente no usas ropa tan, cómo decirlo… Elegante, por decirlo de una manera. Y justo la semana pasada dijiste que si te vestías así “no ibas a ser tú”. ¿Que acaso no lo recuerdas? —dijo con una sonrisa victoriosa, lo que le hizo hervir la sangre a Juan.