11. Saucy tomato
Febrero
Tengo que admitir que, desde el día en que quedé con Edu en el Peine y me solté, me siento muchísimo mejor. No es por desmerecer el trabajo de Miranda, a quién tengo justo enfrente en este momento, porque está claro que, si no hubiera sido por todo el trabajo de estas semanas, no estaría donde estoy; pero lo cierto es que necesitaba ese momento de, simplemente, soltarlo todo, sin importar qué, sin críticas y sin tener que rendir cuentas a nadie. Sin tener que reprimirme para no herir a la gente a mi alrededor.
En el transcurso de los últimos meses, me he dado cuenta de que me aterra sentir que soy una carga para los demás, especialmente para mi madre. Quiero que sea feliz y más ahora que por fin parece que puede respirar tranquila. No es que se haya pasado los últimos años, desde que mi padre se largó, agazapada bajo su cama sin ver a nadie. Todo lo contrario. Intentó rehacer su vida como pudo e incluso empezó a trabajar como secretaria en una empresa conocida de Tarragona, pero nada le llenaba realmente. Creo que vivir en esa ciudad, en ese entorno, nos consumía. Seguir aguantando las miradas compasivas y lastimeras de los vecinos, de las amistades, incluso de habituales del barrio... era demasiado para nosotros. Por eso decidimos mudarnos a otro lugar, alejado de allí. Podríamos haber vuelto a Manchester, ¿pero para qué? Total, mamá es de aquí, el inglés era él.
—La semana pasada me contaste que tenías que mandar la preinscripción para la carrera de Física, ¿cierto? —me pregunta Miranda, por encima de sus gafas alargadas—. Me muero de ganas de saber cómo te ha ido.
—Oh, right —sonrío—. Creo que tengo posibilidades. Este año me he centrado mucho en subir mi media académica y, si los exámenes van tal y como espero, creo que podré entrar sin problemas. Solo espero no cagarla en Selectividad.
—¿Te preocupa ese aspecto?
—No demasiado. Unos amigos que ya han pasado por eso me dijeron que no era tan complicado como nos hacen creer en clase.
—Me alegro de que lo veas así —comenta, tomando notas en su libreta. Me encantaría saber qué otras cosas tiene apuntadas ahí—. Últimamente me hablas mucho de tus amigos. ¿Has hecho algo divertido con ellos en estos días?
—La verdad es que esta semana no nos hemos visto mucho, porque estamos todos estudiando para los parciales y vemos las pruebas de acceso cada vez más cerca... Y los que están ya en la uni están un poco liados para vernos. Quedamos el sábado por la noche, para ir a dar una vuelta con unos cuantos, pero eso fue todo. Al menos tenemos un grupo de WhatsApp muy divertido, eso sí -comento, divertida.
—Oh, sí —concuerda conmigo, risueña—, la verdad es que dependiendo del tipo de gente que hay en esos grupos, ¡pueden ser una gran distracción! ¡A veces demasiado, incluso!
—Bueno, por suerte ninguno se ha quejado demasiado del ruido que metemos en el grupo. Supongo que eso es buena señal —apunto, mientras ella asiente con la cabeza.
—¿Y qué tal están las cosas en casa? —pregunta.
—Bueno, mi madre tiene otra entrevista de trabajo, la tercera este mes. Espero que la cojan pronto, porque si no tal vez tenga que empezar a buscar algo yo también.
—¿Tenéis problemas económicos?
—No exactamente, porque estos últimos años hemos ahorrado todo lo que hemos podido y más, pero desde que mi padre se fue, hemos tenido que afrontar muchas deudas que nos dejó pendientes, y como ella lleva casi un año sin conseguir un empleo estable... vamos un poco más ajustados, eso es todo.
—Entiendo —anota en la libreta—. Ya habías mencionado alguna vez que tu padre os dejó una deuda, pero no has llegado a ahondar mucho... Te veo mucho más tranquila desde hace un tiempo, ¿quieres que lo intentemos?
Me lo planteo durante unos segundos. ¿Quiero? ¿Quiero abrir ese cajón otra vez y esperar a ver qué sale de él? Una parte de mí claramente intenta huir de la situación, cerrarme en banda y esconderme bajo el edredón de nebulosas de mi cama. Pero otra parte, esa que cada vez va cogiendo más fuerza en mí, reduciendo, a su vez, a su némesis, me dice que ya va siendo hora de coger el toro por los cuernos si de verdad quiero olvidarme de ese hijo de la gran puta.
—Hace cuatro años —empiezo, con voz trémula y juntando las manos de manera nerviosa sobre mi regazo—, descubrimos que mi padre se jugaba gran parte del sueldo que ganaba en casas de apuestas. Él siempre nos había dicho que teníamos que apretarnos el cinturón en nuestro día a día, para poder apartar el dinero que ganaba para poder pagar el préstamo hipotecario que pedimos cuando nos compramos el adosado en Tarragona y costearnos la Universidad. En teoría, su dinero se iba prácticamente íntegro a una cuenta que mi padre había abierto destinada para ello, pues era él quien lo pagaba todo. Todo lo "importante", como lo llamaba él, porque no podía permitir que fuera mi madre la que llevara las cuentas, aunque sí que era ella la que tenía que encargarse del resto de gastos: colegios, manutención, transporte, facturas, gastos médicos... —comienzo a sentir cómo burbujeo de rabia en mi interior, así que tengo que parar un segundo.
—Respira, Cassie, lo estás haciendo muy bien —me tranquiliza con suavidad.
—Sin embargo —continúo—, en un momento dado empezamos a recibir cartas del banco. Al principio no les hacíamos caso, porque mi padre decía que solo eran propaganda y los tiraba a la basura, y si intentábamos acercarnos, se enfadaba mucho. Pero un día, llegó un sobre más gordo, con letras en rojo y mi madre, aprovechando que mi padre no estaba, lo abrió. Era un aviso de embargo por impago.
—Debió de ser muy duro.
—Lo fue. Pero fue peor cuando mi padre se enteró de que mi madre lo sabía y empezó a... insultarla, a... amenazarla... —siento que mi voz se quiebra, pero no quiero parar ahora, así que trago saliva e intento recomponerme—. A amenazarla con dejarnos de patitas en la calle si llevaba a cabo algún tipo de acción legal contra él. Qué gracia, ¿no? —me río, amargamente—. Amenazarnos con echarnos a la calle, cuando es justo lo que iba a pasar, de todos modos.