22. ...And a Happy New Year
Una vez más y sin que haya un motivo real, más allá de la euforia del momento, una explosión de gritos, risas y bramidos inunda el salón de la casa de campo de Marc, el lugar donde nos hemos reunido para celebrar la fiesta de fin de año y que, sorprendentemente, está más lleno que el metro en hora punta. Todos sabemos que es un tío extrovertido y risueño, pero lo cierto es que en ningún momento imaginé tal poder de convocatoria. Me incomoda un poco estar con tanta gente en un sitio tan pequeño. Creo que soy más de petit comité.
A pesar de que es difícil mantenerse en grupo entre tal marea de hormonas, de algún modo he conseguido quedarme cerca de Dafne y de Bea, quien de vez en cuando se escapa para estar un rato con Urrutia, pero acaba volviendo, y nos pasamos la siguiente hora bailando y riendo sin parar, víctimas del buen humor que se respira en el ambiente y de los ritmos latinos que salen de los altavoces. Nunca han sido del todo mi estilo, porque las letras de muchas de esas canciones me parecen denigrantes, pero admito que hay excepciones y con esas sí que siento como mis caderas se dejan llevar un poco más.
Aprovechando que he ido a servirme algo de beber, escaneo la sala en busca de mi objetivo. Prácticamente no he cruzado palabra con Edu en toda la noche, en parte porque es imposible encontrar a nadie por aquí, en parte porque su novia (sí, novia), no se separa de su lado. Pero ya me he puesto el firme propósito de hablar con él hoy y eso es lo que pienso hacer con ayuda de Arantxa, a quién le he pedido que distraiga un rato a su amiga mientras yo me llevo a Edu a algún lugar más tranquilo.
Por fin, distingo una cabeza morena un poco más alta que las demás, recostada contra el marco de la puerta de la cocina y le hago un gesto a Arantxa, a quién tengo a la vista, para que cumpla su parte. Mientras tanto, tomo aire y me adentro en el océano de cabezas, hasta llegar a su posición, con éxito.
—Marc, te lo robo un momento —alzo la voz por encima del gentío, señalando a Edu, a lo que él me responde haciéndome una señal de OK con el pulgar.
El pelinegro me dirige una mirada de asombro, arqueando las cejas, pero me sigue sin rechistar. Pensé que, siendo una casa particular y no una sala de fiestas, sería más sencillo moverse de un lado a otro, pero la sala está tan abarrotada de gente que casi no veo por dónde voy. Sigo andando en dirección a donde creo que se encuentran las escaleras, pero a mitad de camino, un tío borracho perdido trastabilla hacia atrás y por poco me cae encima. Edu lo evita en el último segundo, agarrando mis hombros por detrás para acercarme a él, dejando que el beodo se recomponga y siga la fiesta. Le doy las gracias y esta vez le cojo de la mano para ir más rápido y no perderle por el camino, y solo unos cinco o diez minutos más tarde, sin exagerar, conseguimos llegar al pie de la escalera.
—Dios mío, creí que pasaría el resto de mis días ahí abajo entre vómitos y sobacos sudorosos —comenta entre risas, a las que me uno, mientras empezamos a subir al primer piso.
Pasamos por al lado de una cantidad considerable de conocidos y desconocidos con las hormonas de un babuino en celo, tratando de buscar un lugar donde hablar tranquilamente, pero parece imposible.
—Espera —me detiene, a mitad de pasillo—. Ven, creo que aquí estaremos mejor —tira de mí, en dirección contraria, para bajar la escalera a trompicones hasta llegar a la cocina, y una vez allí, se acerca a una pequeña puerta metálica que no había visto hasta ahora.
—¿Me vas a descuartizar y tirar al cubo de basura o hay una picadora de carne ahí abajo y harás albóndigas conmigo, Random? —pregunto, sin poder contenerme, al ver que ante mí se extiende una escalera que baja hacia la negrura.
—Serás idiota —se ríe—. Es la bodega. Entra, tonta.
Tanteo la pared con las yemas de los dedos, tratando de buscar un interruptor, pero al no encontrarlo, me veo obligada a sacar la linterna del móvil y me doy cuenta de que el pulsador se encuentra al pie de la escalera, lo cual me hace preguntarme quién fue el iluminado al que se le ocurrió que no era necesario encender la luz para bajar al sótano. Tendría alma de gato o de búho, probablemente.
Inicio mi descenso, pisando con cuidado, temerosa de resbalarme y caerme encima de algún montón de vete-a-saber-qué.
—Venga, lenta, que parece que vas pisando huevos —se burla de mí.
—¿Quieres que te haga bajar rodando? —amenazo, con malicia, pero antes de que le dé tiempo a contestar, sentimos el rugoso suelo de gravilla de la bodega bajo nuestros pies.
El olor a vino es intenso, seguramente testigo de alguna que otra fiesta e incluso alguna botella rota. No tenía ni idea de que los padres de Marc tenían tanto dinero, o ya puestos, tal pasión por los vinos. Es cierto que me contó hace tiempo, creo que en uno de los primeros festivales a los que fuimos, que sus abuelos tenían viñedos por Logroño, pero suponía que sería una parcela relativamente pequeña. Desde luego, no lo suficiente como para llenar las estanterías con la cantidad de botellas que se expanden ante mis ojos. Aunque siendo justos, dudo que todas provengan de esas viñas.
Avanzamos por la estancia hasta que llegamos a una pequeña parcela, alejada de los botelleros de madera, por la que se cuela una angosta rendija de luz exterior, así que deduzco que debe de ser una especie de respiradero y dejo salir un suspiro de alivio. Debía de hacer tiempo que no ventilaban la estancia, porque el penetrante olor de uva fermentada ya empezaba a hacerme sentir mareada, aunque aparentemente a Edu no le afecta demasiado. Claro que puede que el hecho de que no soporte el vino tenga algo que ver.
Adivinándome el pensamiento, mi amigo estira el brazo y abre la pequeña ventana. De un salto ágil, se queda sentado en el alféizar y me tiende la mano para ayudarme a subir a su lado. Echo un vistazo a mis muslos mientras lo hago y resuelvo que claramente necesito volver a practicar deporte, porque me ha costado subir hasta el poyete, y eso que no estaba tan alto. Años atrás, me habría resultado mucho más sencillo. Afortunadamente, Edu parece no darse cuenta, puesto que solo sonríe y se acerca un poco a mí, frotándose las manos.