El tres de marzo había llegado… Mi cumpleaños número once. Por la mañana temprano toda mi familia subió a despertarme, y luego del molesto canto del cumpleaños feliz, mi madre me acercó una fuente con el desayuno tradicional de todos los años.
Era un frío día de invierno y afuera todo se vestía de blanco. Mi padre fue objetivo y antes de marcharse de mi habitación me pidió que lo espere en el garaje en media hora. Aquella actitud me desconcertó; pero una vez que terminé el desayuno me vestí con prisa y llegué puntual a su encuentro. Mi padre ya estaba sentado en el asiento del conductor; y ni bien me acomodé a su lado emprendimos la marcha silenciosa hacía un destino que me era desconocido.
Mi padre parecía ansioso, ya que deslizaba sus manos inquietas por el volante y miraba hacia los costados cuando frenábamos en alguna esquina. En cuestión de pocos minutos ya habíamos llegado al centro de Hartford; un sitio agradable, adornado por la nieve, donde la gente se paseaba realizando alguna que otra compra.
Entramos a «Gallery Sun» por el acceso del estacionamiento ubicado en el subsuelo. Una sonrisa iluminó mi rostro cuando comprobé que nos dirigíamos a la tienda de música. Mi padre caminaba apresurado como era su costumbre, y yo recuerdo seguirlo enérgico casi al trote. En la vidriera del local se exponía una gran cantidad de brillantes instrumentos: saxofones, violines, banjos, trompetas, arpas y chelos. Al entrar al sitio mis ojos se fijaron como clavos en la pared lateral donde se encontraban las guitarras eléctricas. El vendedor, al verme, ni siquiera tuvo que hacer preguntas.
Durante aquel mes había escuchado tantas veces el álbum célebre de los Purple Roll, que ya me conocía todas las canciones de memoria. La portada del disco era simple, nada llamativa. La parte frontal era negra, y las iniciales de la banda en plateado se posicionaban en el centro de la tapa. En la parte lateral se divisaba una foto grupal de los cinco miembros de la banda. Cuatro de ellos se visualizaban con una mueca de sonrisa no muy pronunciada; y el último, Joe, sostenía una fantasmagórica guitarra blanca. Su rostro estaba tieso, dándole un aspecto de tipo bravo.
Eran las diez de la mañana del tres de marzo. Al entrar a la tienda de instrumentos no imaginé que saldría siendo un ser completamente diferente, como si me hubiesen entregado una parte del cuerpo que había olvidado al nacer. Salí de allí cargando una espectacular Stratocaster blanca que me hizo sentir que tenía súper poderes. En esos tiempos no sabía casi nada sobre música; ni de marcas de instrumentos o modelos de guitarras. Recién de grande asimilé que tenía una Fender Stratocaster modelo vintage, muy similar a la que había sido utilizada durante la grabación del Purple Rock Roll; la misma que aparecía triunfante en la contraportada de dicho álbum.
Cuando llegamos a casa mis hermanas corrieron a ver mi regalo. A Jill le pareció de lo más aburrido y en cuanto pudo se retiró nuevamente a su habitación. Liv me alentó diciendo: «Te compraron una guitarra y ni siquiera sabes tocar una canción». En ese momento sentí que todos mis súper poderes se habían desvanecido; pero no dejé que sus habituales fastidios lograran atormentarme. Me limité a sonreír, indiferente, mientras agradecía a todos por aquel regalo «familiar». Mi padre me dijo que debía hacerlo, y no podía desobedecer su condición después de semejante obsequio, cuando casi se cae el cielo de Hertford por el fuerte temporal de invierno.
Podríamos haber ido cualquier otro día a la tienda de instrumentos; pero de ser así se hubiera perdido la magia especial del día de cumpleaños. Años más tarde supe que mi padre había avisado en el instituto que llegaría tarde porque operaban de urgencia a su madre. Él en realidad quería estar allí, siendo espectador de un momento que sucede pocas veces en la vida… Ese primer contacto cargado de adrenalina —o bien podía decirse: la felicidad en su estado más puro—.
Mis padres habían guardado el secreto de mi regalo de cumpleaños por varias semanas. Mi madre se mostró interesada ante mi elección del modelo y examinó el instrumento con atención, mientras yo repetía los comentarios del vendedor, que había memorizado pese a no comprender su significado. Una semana después ella consiguió un viejo amplificador que le compró a un conocido suyo. Era un aparato enorme, deteriorado por los años, mal cuidado, pero que sonaba excelente.
Hasta ese momento todo fue color de rosa. Luego del almuerzo subí a mi habitación y saqué la strato de la funda, le coloqué la correa y me observé en el espejo… Me veía como un auténtico roquero. Tenía pantalones jeans gastados y una sudadera de los Queens Park Rangers. Como broche de oro me faltaba el cabello largo, como el de Lee Stoff, así que dejé de cortármelo desde aquel día, y una vez que sobrepasó el límite de los hombros, lo mantuve así hasta la actualidad.