Themma

Capítulo 27


DAVID


 

A la mañana siguiente me desperté con el presagio de que algo me ocurría. Las emociones del día anterior se hicieron sentir en mis intestinos y no quisieron quedar dentro de mí, en el sentido estricto de la palabra.
 


 

He de confesar que no me resultó nada fácil superar el hecho de haber incendiado la casa de una anciana. Ya no era aquel David que se pasaba encerrado en su habitación leyendo como un maniático, pero tampoco era aquella nueva versión de mí la que más me entusiasmaba.
 


 

El ama de llaves había depurado toda la cocina sin hacer ruido y se había marchado a las ocho de la mañana, tal como lo indicaba una nota pegada en la heladera. Me calcé unas pantuflas -mi madre siempre fue una obsesiva por la limpieza- y me preparé un buen café con leche, tal como mi mamá solía hacerme cuando era un niño. En la cocina, un bizcochuelo a medio cocinar me recordó a Clarissa.
 


 

Mi madre me había enviado por mensaje la lista de las compras, sabiendo que la vería antes allí que si la colocaba en mi frente. Me vestí ropa cómoda y me ajusté al cuello el colgante de mi tío en su honor y salí a la calle.
 


 

A esas horas todos los ciudadanos pululaban por las calles, ansiosos e impacientes. Varios conductores me aturdieron con sus cláxones y recibieron un par de palabrotas en su lugar. El minimercado al que siempre íbamos estaba atestado de gente. La cajera, nueva y de rasgos asiáticos, tardó diez minutos para cargar mis compras —un desodorante a bolilla y dos paquetes de harina— y el número de mi tarjeta de crédito. Y, para mal de males, me retuvieron durante quince minutos más cuando sonó la alarma. Un guardia corpulento comenzó a listarme una inmensa cantidad de códigos de conducta y me registró de arriba a abajo, para luego descubrir que la culpa era de su propia compañera, que había olvidado sacarle el blister con la alarma al desodorante. Salí feliz del lugar, orgulloso por haber recibido otro desodorante a modo de disculpa y me adentré en unas calles distintas. Aquel día el sol estaba dispuesto a cocinarme vivo y me obligó a refugiarme en la sombra.
 


 


 


 

Una señora me ofreció hacerme una trenza hilvanada en mi cabello, mas me negué. Al adentrarme en un largo callejón, el cual me ahorraría caminar unas cinco cuadras y, además, el sentimiento de sentirme observado por la vieja, me di cuenta de mi error. Unos cuantos linyeras me pidieron limosna, pero yo los evadí con excusas muy educados. Después llegó el sector de las madres pobres y, más adelante, la de los mafiosos. Con sus caras alargadas y sus barbillas pronunciadas, se asombraron al verme caminar por esos parajes a tal hora, silbando una canción de los ochenta, como si nada estuviera pasando. Uno de ellos, al parecer el jefe, se interpuso en mi camino.
 


 

—Buen día —apocopó él, tendiéndome su mano callosa, que estreché con algo de miedo.
 


 

Me detuve a observarlo: campera de cuero negra, pantalones ajustados, botas oscuras y lentes de sol espejados que cubrían sus cejas tupidas. Su cabello, una maraña color arcoíris, contrastaba con toda su actitud de chico malo.
 


 

—Eres David Cecil, ¿verdad? Sobrino de Stuart Maldonado, ¿verdad?
 


 

Debo confesar que me acobardé demasiado, mas intenté disimularlo, no fuera a ser cosa que decidieran fustigarme por eso. Pero la curiosidad mató a este gato.
 


 

—¿Cómo lo sabes? —inquirí.
 


 

—Te sorprendería saber cuánto te conozco.
 


 

—¿Pero...
 


 

—Si quieres saber de qué va todo eso —me interrumpió— ven mañana mismo a esta misma hora. Será un placer platicar contigo un rato. ¿Verdad, muchacho?
 


 

THEMMA
 


 

Me pasé la noche haciendo averiguaciones sobre el pasado de Thiago con mi ordenador mental. Debo admitir que no fue nada sencillo. La mujer había logrado esconder muy bien a su hijo en el olvido.
 


 

Nos trasladamos al año dos mil, en el que todos presagiaban el fin del mundo y, de hecho, lo es para un niño. Una acalorada discusión entre Ofelia Martínez y Joshua Fritz en la sala de parto. Joshua sale corriendo hacia el otro lado de la clínica, espantado. Ofelia, por otra parte, no teme nada de lo que hará.
 


 

Las imágenes se proyectaron en mi mente como si lo hubieran grabado para mí. Me dolió en el alma presenciar la escena completa, más aún cuando Susana recoge a su nieto y lo saca de su bolsa de basura.
 


 

El amanecer me encontró siguiendo el rastro de ambos sujetos, viajando sentada de una punta a la otra del Estado para seguirles pista. Ella se había convertido en una no muy reconocida artista plástica
y él trabajaba haciendo changas en su barrio. No se los veía muy conformes en sus respectivas vidas.
 


 

Thiago se levantó bien temprano con un beso mío en su mejilla. Se puso la camiseta y se dio una buena ducha matutina. Por mi parte, intenté macerar un pan convertido en piedra, que era de la poca comida que nos quedaba. En vano, claro está.
 


 

Susana había conseguido trabajo en la casa de los Shawgers, los padres de Sebastian, que necesitaban a alguien que les cuidara a su niña de dos años. Me sentí pésimo al darme cuenta de que lo hacía por nosotros. Al menos, antes sólo debía alimentar a una boca.
 


 

—¿Y ahora qué haremos? —me preguntó Thiago.
 


 

—Necesito buscarme un nombre antes de todo. Me gustaría empezar de cero —confesé— y estar a gusto con eso.
 


 

—Ajam... —suspiró él, acariciándose el mentón del cual salía una incipiente barbita rubia.
 



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En el texto hay: 150 capitulos

Editado: 10.08.2020

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