En mis sueños, la historia tenía un final diferente a como pasó en realidad. Volví a ese instante y veía mi propio rostro ahogándose mientras se hundía hasta el fondo del río, incapaz de escapar de la trampa metálica en la que se había convertido el coche. Pero solo era una ilusión. No era yo quien estaba ahogándose y extendía los brazos en busca de ayuda, sino mi hermana gemela, Diana. En mis recuerdos aún luchaba contra la fuerza que me llevaba a rastras fuera del coche, intentando llegar hasta ella para salvarla.
Otras veces, sin embargo, mis sueños tenían un final más dulce. En ellos, el accidente nunca se producía, y simplemente seguíamos nuestro camino mientras cantábamos a grito pelado imitando a Freddy Mercury o a Lady Gaga. Llegábamos a casa a salvo, deseando disfrutar de nuestras respectivas vacaciones de verano.
Unos golpes secos en la puerta terminaron de despertarme.
—¡Vamos, dormilona! ¡Despierta, Sofi, que vas a llegar tarde! —dijo la voz cantarina de Suni al otro lado. Sonreí, divertida, y me puse en pie.
El accidente que marcó en mi vida un antes y un después pasó hacía ya un año y tres meses, para ser más exactos. A pesar de la normalidad de mis días, a veces todavía me costaba no mirar atrás y sentir esa opresión en el pecho. Perder a tu gemela era algo que no todo el mundo podía entender, salvo que hubieran pasado por la misma experiencia. No era como perder una parte de tu cuerpo, sino como si te hubieran arrancado una parte de tu alma, de tu ser, y tuvieras la sensación de estar perdida, sola.
Aunque Diana y yo éramos idénticas físicamente, nuestras personalidades eran bien distintas. Ella era una soñadora a la que le encantaban los cuentos de hadas, sobre todo la mitología celta y el folclore escocés. Por mi parte, me consideraba más bien escéptica en esos temas. Al menos, hasta que creí ver cómo algo me sacó del agua aquel día.
No se lo había contado a nadie porque parecía de locos. Ni siquiera yo terminaba de creérmelo, y a veces pensaba que todo había sido producto de mi imaginación. Sin embargo, era uno de los momentos de ese terrible día que recordaba con sumo detalle.
Desvié mis pensamientos, antes de divagar de nuevo, para centrarme en el momento presente, así que me vestí deprisa y salí de mi cuarto en dirección al comedor, donde sabía que mi amiga estaría esperándome junto a los demás.
—La última en llegar, cómo no —me soltó Eduardo nada más verme.
El chico se creía un guaperas, con su peinado en forma de tupé y una sonrisa coqueta. No era un mal tipo, pero sí bastante cargante a veces.
—Me gusta tener una cara despejada y no con unas grandes ojeras como la tuya —le respondí esbozando una sonrisa divertida. Los demás se echaron a reír mientras Eduardo fruncía el ceño.
—¡Yo no tengo ojeras!
—No te preocupes, ni se te notan con toda esa crema facial que llevas —apuntilló Felipe, el último integrante del grupo.
Su altura y su tez oscura lo hacían destacar tanto en la escuela de música como en la residencia en la que convivíamos, pero él no era un chico al que le gustase llamar la atención. De hecho, era lo opuesto a Eduardo.
—¿Por qué te pones de su parte? —le increpó este último.
—Haya paz, por favor… —intervino entonces Suni, y me tendió una bandeja con mi desayuno—. Me he tomado la libertad de cogerte algo. Come rápido, ¡que nos vamos en cinco minutos!
Me disculpé por haber estado demasiado tiempo remoloneando en la cama y escuché atentamente los debates de mi grupo de amigos mientras daba buena cuenta de mi desayuno. En realidad, yo no era una chica a la que le gustase llegar tarde, pero esa noche había tenido de nuevo ese sueño que me trasladaba a aquel coche otra vez y se me había echado el tiempo encima.
Había encontrado aquel grupo tan variopinto de gente cuando entré, hacía ya cuatro años, en la escuela de música. Mi verdadera pasión en la vida era el violín, y desde muy joven había destacado con ese instrumento. En realidad, ni siquiera necesitaba practicar; solo tenía que ver la partitura y ya sabía cómo interpretarla. Intentaba que no se notara demasiado para no crear envidias ni tensiones entre mis compañeros, pero, por suerte, aquellos chicos me habían aceptado como a una más dentro de su círculo. No podía estar más agradecida con ellos, pues habían sido mi ancla en los primeros meses tras la tragedia.
Suni era la voz cantante en muchas ocasiones. Era una excelente pianista, y aunque en Corea del Sur no le faltaban oportunidades para destacar debido a la fortuna de su familia, había decidido venir a España para perfeccionarse y, de paso, conocer otra cultura. Su cabello negro y liso caía hasta un poco más allá de sus hombros, y no le faltaba práctica en conseguir todo lo que se propusiese con solo una mirada de cordero degollado.
Eduardo, tan presumido, también era violinista. En un principio estuvimos compitiendo por el puesto de primer violinista en el grupo, pero al final pareció resignarse y quedarse como segundo violín. Eso sí, no perdía la oportunidad de intentar picarme con lo que fuera, aunque no iba con mala intención. Era solo el típico chico de ciudad que se creía un poco el rey del gallinero, pero era únicamente palabrería.
Luego estaba Felipe, un chico tranquilo que tocaba de maravilla el violonchelo. Solo se mostraba más abierto con nosotros, mientras que con el resto permanecía con una sonrisa tranquila y apenas decía dos palabras seguidas. Le gustaba la soledad, aunque poco a poco habíamos conseguido que se abriera más al mundo.
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Editado: 01.12.2022