Unos pocos días antes del tan esperado viaje, decidí reservar un día para visitar a mis padres, que vivían a bastante distancia de la residencia donde me encontraba. Tardaba varias horas hasta que llegaba a la que anteriormente había sido mi casa.
Solía visitarlos cada cierto tiempo, sobre todo cuando tenía que cargar o descargar tuppers de comida casera. No me importaba admitirlo: era una pésima cocinera.
Aunque teníamos un comedor dentro de la residencia, igualmente podíamos disponer de las cocinas para prepararnos algo de comer si estaba fuera del horario establecido. Y la última vez que intenté cocinar casi provoco un incendio a gran escala, así que por eso acudía siempre que podía a las manos especialistas de mi madre. Sus platos me gustaban mucho más que los de la pobre cocinera de la residencia.
Como llegué antes de lo previsto, paseé durante un rato por las calles vecinas que me habían visto crecer. Era un día bastante agradable para ser otoño y estar casi a las puertas del invierno. El cielo estaba despejado y soplaba una brisa no demasiado molesta.
Me paré frente a la librería que tanto a mí como a Diana nos gustaba visitar, aunque solo fuéramos a mirar en la mayoría de las ocasiones. Era en ese pequeño local lleno de libros donde mi hermana había encontrado su pasión por las historias sobre las hadas, y había ido enamorándose cada vez más de Escocia.
Pensar en ello me produjo una gran tristeza en el corazón, así que desvié la vista del escaparate, ignoré mi reflejo triste a través del cristal y fui directa a la casa de mis padres.
Una de las razones por las que decidí independizarme y aceptar una habitación en la residencia de la academia de música donde estudiaba fue por la distancia. A veces, quienes sufrimos una pérdida tan cercana necesitamos un tiempo para nosotros mismos, para superar la ausencia, cada uno a nuestra manera. O, al menos, así lo preferí yo.
Estar en aquella casa, con tantos recuerdos allí donde mirase, me causó mucho malestar durante bastante tiempo. Además, mis padres no hacían más que presionarme sutilmente para que estudiase algo que les agradase más, que considerasen mejor a la hora de que pudiese tener un futuro propio. No los culpaba, pero… aún no quería renunciar a mi sueño con el violín. Por eso, cuando ocurrió todo, me dejaron terminar aquel curso sin quejas, y permitieron también que me mudase un poco más lejos para que el dolor, quizá, remitiese algo. Y, ahora que todo se acababa, estaba claro que tendría que afrontar la nueva realidad.
Cada vez que iba a visitarlos procuraban mostrarse como siempre: alegres y preocupados por mi salud y mi vida sentimental. Comportamientos normales y corrientes, vaya. Puede que aquel cambio de residencia por mi parte nos hubiese venido bien a los tres, después de todo.
En todas y cada una de esas veces en las que me preguntaban aquellas cosas triviales, fingía estar molesta por su excesiva preocupación, aunque en el fondo era una especie de bálsamo para mi alma. Ya había pasado más de un año. Quizá era yo la que estaba quedándose atrás, incapaz de hacer frente a la nueva normalidad.
Cuando estuve lista, llamé a la puerta. Mientras almorzábamos juntos en el salón principal, les conté las nuevas noticias sobre el viaje que tenía pensado hacer mi clase a Escocia, algo que los emocionó bastante. Lamentaban, eso sí, no poder acudir a verme, aunque por las miradas conspiradoras de mi madre sabía que ya estaba haciendo cálculos. No quería que se gastasen el dinero en aquello, y así se lo hice saber, pero, como siempre, ignoraron mis palabras. No lo dije en voz alta, pero deseé que pudiesen venir, y me prometí a mí misma que hablaría personalmente con el señor Oria sobre ello.
Estaba ayudando a mi madre a fregar los platos sucios tras la comida, cuando me asaltó de nuevo el recuerdo de aquella extraña criatura que creí ver aquel día. Tenía tan clara en mi cabeza la imagen de un caballo siniestro y antinatural sacándome del coche…
—Oye, mamá —la llamé mientras secaba otro vaso—. ¿Puedo preguntarte algo… sobre el accidente?
Mi madre dejó de revisar las latas de conservas y se quedó quieta un momento antes de volverse para mirarme. Tenía el cabello oscuro como el mío, aunque en un tono menos intenso y en el que destacaban ya varias canas. Sus ojos azules habían perdido el brillo y la intensidad de antes, ahora siendo casi más grisáceos. Alrededor de estos, nuevas arrugas quedaron marcadas como cicatrices visibles de su pérdida.
—Por supuesto, cariño —me respondió.
—¿Te ha sorprendido mi pregunta? —no pude evitar preguntarle de nuevo mientras la miraba. Ella sonrió de forma tranquilizadora.
—Pues sí. Es la primera vez que me preguntas algo así tan directamente —dijo con sinceridad—. Pero ¿qué es lo que quieres saber, cielo?
Volví a fijar la vista en el fregadero y continué con mi tarea sin atreverme del todo a seguir.
—Bueno… ¿Tú recuerdas si hubo algo extraño cuando salí de aquel río? ¿Cómo conseguí salir?
—¿Es que no te acuerdas de tu salvador?
Aquello me hizo fruncir el ceño y cerré el grifo antes de apartarme y girarme hacia ella.
—¿A quién te refieres?
Mi madre me miró sorprendida un momento antes de explicarse:
—Me refiero al chico que te salvó. Aunque supongo que es normal que no te acuerdes de él, porque caíste inconsciente y despertaste ya en el hospital —me explicó—. Nosotros no llegamos a verlo ni pudimos darle las gracias, pero según nos contaron algunos testigos, el chico te sacó del agua y te practicó los primeros auxilios mientras venía la ambulancia. Si no lo hubiera hecho, te habríamos perdido a ti también —dijo esto último con un tono de tristeza que se esforzó por ocultar.
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Editado: 01.12.2022