Tierra de prodigios

SIETE

Casi todo el pueblo se hallaba reunido afuera de la casa de Fortino en aquel atardecer, cuando en dos cajones crudos, que hizo Neftalí el día anterior, urgentemente, salieron sus mujeres para siempre, en hombros de los hombres, con rumbo al cementerio, bajo aquel cielo de enero tan gris y tan nublado, que parecía que se quería caer.

Solamente no estaban presentes los más viejos y los niños, más los hombres que venían todavía por el camino y algunas mujeres que tenían muy avanzada la preñez y, por un mero accidente, Lucas Epifanio, quien por esos días se había quebrado un pie. E igual faltó don Nicolás y obviamente, la gente de su casa, aunque en él eso era lo normal. Él siempre había manifestado, desde su preeminente posición, que no soportaba los eventos funerarios y su forma habitual para expresarlo era negándose a asistir. Aunado a ello, este rechazo de por sí rotundo hacia las cosas de la muerte, en los últimos tiempos se le había exacerbado, pues su propio entierro cada vez lo presentía más cercano.

Pero aún con los faltantes, quienes no hacían un gran hueco con su ausencia, con todos los presentes se formó una larga fila, de cuatro o cinco en fondo con las cajas por delante, y en silencio comenzaron a avanzar. Así, en hombros y sobre el ruido opaco que hacían todos los pies al ir rozando contra el suelo, como si fueran sobre un triste y monótono crepitar de pasos, apenas matizado por discretos bisbiseos, tras cruzar con el cortejo y su doliente lentitud buena parte de su pueblo, y de rodear un poco, sin perder el orden de la fila, por la orilla la barranca, llegaron las Marías hasta su última parada, donde otros las estaban esperando.

Alguien entre todos, aparentemente por su propio pie, se había ido muy temprano a buscar al cura de la iglesia de Santa Catarina, y volvió apenas a tiempo pero lo traía con él, al mismísimo padre Rafael montado en una mula, cuando ya todos estaban, con las cajas aún abiertas y frente a la tierra abierta, dándoles el último hasta luego a las difuntas, de manera que el religioso, aprovechando que los cuerpos estaban presentes todavía, comenzó inmediatamente su sermón.

Entonces les habló, naturalmente, de Dios. De Dios y de sus actos. De la infinita bondad y la gran sabiduría que su ser representaba, y de cómo cuando Él aplicaba éstas con sus hijos, porque vio en muchas miradas que no había aceptación ante esas muertes repentinas, no todos los hombres lo lograban entender:

-Porque los designios del Señor, son inescrutables, les dijo, y después lo recalcó por si quedaba alguna duda, y no todos los hombres comprenden su divino alcance. Pero no se olviden que la muerte, y puso un mayor énfasis en esas palabras, también es libertad.

Y prosiguió explicándoles la forma con la cual el cielo dispensaba la justicia:

-Que no es otra cosa que equilibrio, les simplificó, para luego aclararles cómo éste, de múltiples maneras, se extendía a todos los hombres:

-Porque en el universo, y reforzó su frase con las manos, tocando muy apenas con la punta de los dedos, en un lento girar de ambos brazos, los bordes del diminuto espacio que había a su alrededor, todo es equilibrio, y así como el día se equilibra con la noche, la lluvia compensa a la sequía y el agua en su forma más sencilla suprime la sed. Así que, como pueden ver, les concretó, después de haberles hecho una larga relación de equilibrios evidentes, son infinitas las posibilidades y por todas tenemos que agradecerle al cielo, porque así como siempre hay un pan que mitiga nuestra hambre, también hay un momento y un lugar para poner nuestro cansancio a reposar y, si somos justos, sabremos entender la amplitud de este concepto.

Aunque no importaba mucho cualquier cosa que dijera, puesto que la mayoría no lo estaba escuchando o al menos, no con toda su atención. Más estaban concentrados en vivir, segundo a segundo, cada una de las partes de aquella ceremonia, y nadie tenía un interés en especial por saber el contenido del sermón, sin contar con que en éste había algunas palabras que ninguno comprendía. Y en cambio sí, lo realmente importante para casi todos en ese momento, ya que nunca antes había sucedido algo igual en Santanita, era el insólito hecho de que hubiera venido un cura hasta su pueblo, y que ahora estuviera compartiendo con ellos, aquel aire triste y helado que rodeaba a sus queridas muertas, hablándoles de las cosas del cielo con esa voz delgada que se deshacía en palabras, cuál más bella y cuál más incomprensible, y que a muchos les hacía sentir que no era al sacerdote a quien oían, sino que estaban oyendo directamente a Dios, como si la voz de Dios les estuviera hablando.

Así, como última analogía del equilibrio, la voz de Dios les habló de la vida y de la muerte, dándoles a esos términos dos nombres también muy cotidianos: sufrimiento y descanso, lo cual fue una precisión que fue bien entendida por los santanitenses, ya que eso era exactamente lo que significaba para ellos la muerte y el vivir. Y ya casi al final, les dijo que para poder llegar a ese cielo tan lejos de este mundo, donde recibirían como premio el vivir la vida eterna, no bastaba con morir, que no era así de simple la entrada al paraíso, ya que para poder hacerlo, todos los seres humanos tenían que pagar un precio:

-Porque la vida misma, con todo el sufrimiento que conlleva, y se los ilustró señalando hacia las cajas de las dos Marías, que para esas horas ya habían sido tapadas y ya las estaban terminando de clavar, tan sólo es una parte de lo que hay que pagar para obtenerlo...



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En el texto hay: viaje, drama, amor

Editado: 23.11.2023

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