Tierra de prodigios

TRECE

Si hubiera sabido de los tratos que empezaron a efectuarse entre los nuevos propietarios, apenas dos días después de que Macrina repartiera los animales, tal vez hubiera intervenido, pero entonces no se enteró de nada. Quizás porque la noche del reparto de las mulas, cuando ya se pudo ir para su casa y con una gran tristeza se quejó, ante el vacío de su mujer, de la amarga y dolorosa ingratitud de las personas, después de haber llorado por un rato, casi tan desconsoladamente como hacía no mucho tiempo lo había experimentado, se quedó charlando durante varias horas con María, exponiéndole los hechos y su visión del mundo es decir, como ahora él lo veía, y al final de aquel largo monólogo con la sombra, surgió un nuevo proyecto que lo distrajo por completo:

-Dices bien, María, le contestó amoroso a aquel silencio que el nombraba su mujer, que ahora ya qué importa ni quién tenga los burros ni tampoco dónde estén. Total, sí es cierto, yo te tengo a ti, allá, y acá me tienes tú. Y aquí, María, como puedes ver, y empezó a barrer el aire con la mano, como señalando la amplitud de aquel espacio que tenía a su alrededor, me queda todavía mucho lugar para todo tu recuerdo...

Y sería por esas últimas palabras, por lo descriptivo de su ademán o por la misma realidad que lo envolvía, que de pronto ésta se le metió de lleno por los ojos, dejándole ver lo pequeño y humilde de aquella vivienda que le rodeaba, y entonces se le ocurrió:

-Eso, eso es lo que vamos a hacer, le dijo quedamente, como tratando de abarcar el gran tamaño de su idea con tan solo una mirada, y si tú me ayudas, mujer, mañana tempranito comenzamos.

Y aunque dijo lo que dijo con mucha seriedad, después de haberlo dicho aún no alcanzaba a comprender, qué fue lo que quiso decir exactamente con mañana comenzamos, puesto que en aquel momento su idea aún no tenía una forma definida, pero lo que sí sabía y con certeza, era que ya quería comenzar. Porque en esa fracción de segundo, en la que él pudo percibir su entorno tal como era, comprendió que para todo el recuerdo que tenía de sus dos Marías, esa casuchita resultaba insuficiente. Entonces decidió dejar la charla en ese punto y se puso a imaginar, primero que nada, que sería mucho mejor si se llevara todo ese recuerdo a una nueva casa, con cuartos o espacios más grandes, para que así el silencio y las ausencias de María y de la niña pudieran moverse con más amplitud y con entera libertad, y eso lo llevó a pensar en cómo le gustaría que fuera ésta, de tal manera que así estuvo un largo rato, tratando de mirar la casa con la mente pero con tan mala suerte, que aún antes de poderla siquiera bosquejar, se quedó dormido.

Pero al día siguiente no pudo empezar desde temprano, como quedó con María, por culpa de Jacinto Argüelles quien, con sus toquidos y sus gritos, le espantó el final del sueño en el que él siguió jugando con la idea de su casa, casi por toda la noche. Y como después continuaron llegando los demás muleros, ésta se le quedó extraviada en algún lugar del aire todo el resto de ése día. Y fue hasta que la tarde comenzó a rozarse con la nueva oscuridad, que en un bostezo la atrapó de nuevo, y a partir de ese momento no la volvió a soltar.

A esa hora, los arrieros que habían venido a visitarlo, casi desde el amanecer, seguían en su casa. Entonces Fortino dejó de estar presente en la reunión, con tan sólo llevarse el pensamiento a otra parte, y con esa señal comenzó la despedida. Y si algunos se fueron hablando acerca del enfado que vieron en la cara de Fortino en aquella hora gris, no se equivocaron, salvo porque no eran ellos los causantes de su enojo.

Esa vez el disgusto de Fortino era hacia adentro, consigo mismo, porque estaba bien seguro de haber visto la casa que quería para María en el sueño que perdió, y aunque éste ya lo había recuperado, ya no podía visualizar aquella casa hecha de sueños con la misma claridad. Sólo alcanzaba a ver en su memoria una construcción difusa, diferente a las casas de su pueblo sobre todo en el tamaño, pero nada más. Se le habían borrado los detalles, como esos grandes ventanales que darían hacia la calle, o aquel patio central con arbustos y con flores, rodeado por arcadas que a su vez darían sombra a unos amplios corredores, desde donde él vería cada día, la hermosa pila de agua que sería como el centro de aquel todo, pero el haber olvidado todo eso de verdad le molestaba.

Entonces Gumaro Garzón, que era el único que se había quedado a petición expresa de Fortino, se movió en el sitio en el que estaba desde hacía casi una hora, y eso sacó a Fortino de su ensueño:

-Noches, Gumaro.

-Noches, don Fortino.

-¿Siempre, te quedaste?

-Sí.

Gumaro Garzón era prácticamente el único, en todo el pueblo, que sabía un poco de albañilería, oficio al que se dedicaba casi nunca, y que alternaba con el de cargador para poder sobrevivir, ya que en los últimos años nadie había construido una casa en Santanita y, casi siempre cuando algo se necesitaba, cada quien hacía sus propias reparaciones. Pero aún así, a él se debían los últimos tres o cuatro muros levantados en el pueblo por aquellos tiempos, como también la elaboración de los adobes necesarios; la colocación de dos techos de vara; la hechura y la cocción de muchísimas tejas; una empalizada nueva en el traspatio de Porfirio, de la vez que necesitó reforzar esa parte del corral, para evitar que volviera a escapársele su mulo el Tecolote; y muchos de los remiendos, composturas y uno que otro capricho, que con uno o dos pesos podían darse algunas viudas, que eran las que con mayor frecuencia lo necesitaban.



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En el texto hay: viaje, drama, amor

Editado: 23.11.2023

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