Tierra de prodigios

TREINTAITRÉS

Había pasado el tiempo y la compra de los muebles seguía sin efectuarse. Los hallazgos de cosas maravillosas se habían ido sucediendo uno tras otro, y no le habían permitido dedicarse a aquel asunto que lo llevó a la capital. Pero ese domingo, cuando despertó, le pareció que el día iba a ser más largo que de costumbre, porque las flores que estaban en el florero en un rincón del cuarto, marchitas, olían a nostalgia:

-Muy bonito, muy bonito... pero ya vámonos, le dijo de pronto a la mujer de silencio, ¿no te parece que ya fue mucho tiempo?, y sintió que María, como siempre, estaba con él.

Todavía, mientras iba preparando en un hato las pocas pertenencias que tenía, hizo una última comparación de los muebles que traía en su memoria, con aquellos elegantes que había en la habitación, y decidió que conservaría los suyos porque estos, aunque estaban muy brillantes y bonitos, tenían también ese algo de todos los progresos:

-Allá no vale esto, María, se excusó con su esposa, por la compra que ya no pensaba hacer, allá los árboles, los burros y hasta la gente... no este progreso que no vamos a saber ni qué hacer con él. Y una vez que estuvo listo, volvió a mirar la habitación muy lentamente, como se mira lo que no se ha de volver a mirar, y después se salió.

Afuera las calles estaban casi vacías, como abandonadas, y la poca gente que pasaba, era la que iba a misa con su ropa de domingo. Y fue hasta ese momento que Fortino comprendió, que si había pecadores en ese lugar, como le dijo una vez Cirilo, era por vivir ahí, en ese lugar donde las cosas de progreso no dejaban ver las cosas buenas.

Pero ahora nada de eso le interesaba ya y le esperaba un camino muy largo para llegar a Santanita, en donde a nadie le iba a contar los incidentes de su viaje, porque no le entenderían, y además porque Cirilo se lo había recomendado mucho tiempo atrás:

-Y todas estas cosas que te he dicho, le indicó entonces al niño, nunca vayas a contárselas a nadie.

-¿Por qué, Cirilo?

-Porque las palabras, Fortino, le contestó en voz baja el viejo, siempre se caen al suelo y luego las pisa la gente.

Y con esa certeza continuó caminando, bajo ese sol temprano que iluminaba la mañana, y muy pronto traspasó los límites de la ciudad y llegó hasta aquel camino que se dividía en dos, el mismo por el que él había llegado y que en su sentido inverso conducía rumbo al mar. Y ahí se detuvo por un rato, volteando alternativamente hacia un lado y hacia el otro, y cuestionándose por primera vez, y con toda seriedad, por cuál de los dos caminos prefería caminar. Y lo único que no hizo en ese momento, fue voltear hacia atrás, porque en ese lugar iba a dejar muchos de sus recuerdos, y ya no quería saber nada ni de progresos ni de capital.

-Todo se acaba, Fortino, le dijo el viejo al final de aquella tarde, cuando el niño ya se tenía que ir, y siempre llega el momento.

-¿El momento de qué, Cirilo?, le preguntó Fortino desde la puerta.

-De terminar.

Hacía días, tal vez semanas, que Cirilo estaba tomando una bebida de yerbas y de hormigas machacadas mezcladas con agua, y esa tarde supo que ya no tenía caso hacerlo. Fue la misma tarde cuando le regaló a Fortino, en palabras, esa parte de su pasado donde guardaba el mar y la capital, como una despedida, y a la hora en la que los grillos empezaron a cantar, anunciándole al niño que ya debería de irse, por la prisa de hacerlo no entendió lo último que el viejo le quiso decir:

-Y creo que voy a ir al otro lado del mar, Fortino... de otro mar...

Y volvió a oír la voz del viejo, en esa hora en la que la mañana se podía ver por todo el horizonte, y volvió la duda también, la que había guardado todos esos años esperando encontrar algún día la respuesta:

-María... ¿cruzó Cirilo el mar?

Entonces el silencio era tan grande como el paisaje.



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En el texto hay: viaje, drama, amor

Editado: 23.11.2023

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