Cuando mi hija Isa era más chica, siempre me pedía que la llevara al área de juegos que estaba en el parque cerca de donde vivíamos. Una tarde la llevé después de la escuela.
Íbamos por el parque caminando las dos, rumbo a los juegos porque quería hamacarse. Caminábamos junto a un riachuelo que cruza el parque. Ella iba adelante saltando y llevaba su osito de peluche favorito. De repente, el osito se le cayó en la cuneta y ella fue a buscarlo, pero perdió pie y terminó cayéndose al agua. Enseguida, nerviosa pensando que se ahogaba me tiré atrás, imaginando que no sería tan hondo. Rápidamente comencé a hundirme y recordé que no sabía nadar. Intenté sacar una mano fuera del agua para pedir ayuda. Traté de impulsarme hacia arriba pero estaba paralizada por el miedo, no podía moverme. Parecía como si tuviera una piedra atada a los pies y continuaba hundiendome. Sin poder hacer nada, miré hacia abajo y vi a Isa que se seguía hundiendo más y me miraba con cara de espanto, como cuestionándome si no pensaba hacer algo. En la desesperación, seguí intentando con todas mis fuerzas sacar una mano fuera del agua para que alguien nos viera. Al mirar hacia arriba a través del agua, vi que había un hombre parado en la orilla que nos observaba pero no hacía nada para ayudarnos, era un simple espectador de nuestro ahogamiento, pensé.
De pronto, como impulsada por una fuerza superior, me sentí liberada y comencé a subir sin ningún esfuerzo. Isa también salió detrás de mí. Fue como si alguien o algo nos hubiera empujado hacia la orilla. Mientras salíamos del agua, el espectador nos quedó mirando y vio cómo nos alejábamos sin decir nada.
Aunque todo fue un sueño, no volvimos a pisar el parque desde entonces.