Tierras Del Norte

Indios y buses

Pese a ser la línea principal, el autobús azul cielo que me lleva hasta el centro de la ciudad de Juneau solo pasa una vez cada hora por la parada en la que espero. El autobús es aquí el transporte de los pobres que no pueden permitirse un coche, de los ancianos que ya no pueden conducir y de los jóvenes que aún no tienen dieciséis años para poder llevar su propio coche. Dos señoras de edad avanzada bajan unas paradas más allá del Fred Meyer, el supermercado más grande de la zona, y un trío de indios tlingit, la etnia local, sube delante de unas casas deterioradas en uno de los suburbios de Juneau por los que pasamos. No parecen demasiado alegres. La mujer, muy gorda, se sube con dificultad al autobús y cae pesadamente sobre uno de los asientos. A cada lado de ella se sientan los dos indios y no se dirigen ni una palabra mientras dura el trayecto, con la mirada fija en el suelo o a través de la ventana. Uno de ellos lleva una camisa tejana ornamentada con un lazo de cintas alrededor del cuello. El otro, con un sombrero negro de cowboy bajo el que sobresalen largos cabellos negros y muy grasientos, con unos tejanos rotos, botas Dr. Martin’s con cordones naranja exageradamente anchos, una chaqueta americana negra y una corbata hecha con un pañuelo negro, llama aún más la atención. Por si no fuera suficientemente extravagante, lleva un bigote mal afeitado, unas gafas oscuras que le cubren media cara y, con la misma asiduidad con la que su compañero tose con sonoridad tuberculosa, se arregla el largo flequillo que le tapa la frente por debajo del sombrero. El trío indio baja delante del Regional Bartlett Hospital y desaparece con parsimonia hacia la entrada del centro de salud, con un silencio roto tan solo de vez en cuando por la tos enfermiza del hombre del lazo.

Dicen que Juneau es una de las capitales de estado de los EE.UU. más bonita. Sus calles están llenas de flores, ya sea en los tiestos colgados de las farolas o en los jardines de las casas bajas y multicolores que llenan las laderas boscosas del monte Roberts. Hay pocos edificios altos, y más que una gran metrópoli parece un pueblo que ha crecido rápidamente pero que aún conserva el encanto de las pequeñas poblaciones.

El autobús me deja en Admiral Way, justo ante el enorme edificio de la biblioteca, que domina un muelle con dos o tres hidroaviones amarrados y un aparcamiento lleno de grandes trucks y furgonetas, con cajas de carga posterior destapadas y una omnipresente nevera detrás para mantener fríos los refrescos. Subo a la biblioteca, que está en la última planta de un edificio para aparcamientos. Los grandes ventanales de la biblioteca se abren directamente sobre el agua del canal de Gastineau, la porción de mar que separa Juneau de la isla de Douglas. Por todo el canal circulan lanchas recreativas, barcos de pesca, y ocasionalmente se elevan o amaran los omnipresentes hidroaviones. Durante gran parte de la semana, sin embargo, la visión sobre el amplio canal y las casas residenciales de la isla de Douglas, sobresaliendo cada una de ellas como pequeñas islas en un mar de píceas oscuras, queda reducida a unos cuantos camarotes del crucero de lujo que atraca en el muelle delante de la biblioteca.

 



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En el texto hay: viaje, america, alaska

Editado: 17.02.2022

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