Time Stop

1. El detective y el trato.

1.

Iba un joven caminando por las calles de Nueva York cuando aún no daban las tres de la tarde,  con el rostro sobrio y con ambas manos dentro de sus bolsillos,  caminaba el joven adulto con una pequeña joroba en su espalda; vestido con un gran sacón de tonalidad marrón claro que cubría su cuerpo hasta las rodillas iba caminando el joven Hipólito.

A juzgar por su rostro,  parecía estar aburrido de todo. En su mente no existían mas cosas que simples pensamientos vacíos sobre las personas que veía pasar,  como las primeras impresiones que tenemos cada uno de nosotros al ver a alguien por primera vez:

- «Hombre gordo con maletín, parece viajar a algún lado sin compañía debido a su poca vida social; anciano con un bastón en la mano, sus ojos están llenos de lágrimas así que, o le acaban de dar la noticia de que alguien cercano a él ha fallecido, o sus hijos se han olvidado de su existencia; no se cual es peor…»

Se detuvo unos segundos en un puesto de Hotdogs y le pidió al encargado que le diera el más grande que tuviera. Llevaba en su mano el gran aperitivo que equivaldría a comer cinco hamburguesas en tan solo unos minutos; una persona normal se asustaría por la cantidad de grasa industrial que había en un simple pan, pero eso a Hipólito le interesaba en la misma proporción en la que le afectaba comer tanta grasa, o sea en lo absoluto. Solo se disponía a caminar lento dando grandes bocados al Hotdog,  caminaba y mordía,  caminaba y mordía, caminaba con toda la paciencia del mundo.

Al cruzar la esquina de la avenida, llegó a la calle donde se encontraba su siguiente trabajo como detective privado, aunque esta vez infringiera de mediador entre una corporación de drogas y una gran mafia llamada: "La mano negra".

- «¿Eso no es un poco racista?» -pensó él, pero como cualquier comentario estúpido que se le presentaba en su cabeza,  se esfumaba al poco tiempo.

Cruzó el gran umbral de una de las casas que peor pinta tenían en todo el vecindario,  adentrándose en una gran quinta (vecindad) llena de tipos con cara de pocos amigos. Hipólito no les prestaba atención, como si se tratara de simples vecinos amistosos, aunque, a simple vista se podría deducir que, acumulando todas las armas que había dentro, podrían abastecer al ejército estadounidense durante quince décadas si de armamentos se tratase.

Hipólito se acercó a la última casa y tocó la puerta con una extraña secuencia de golpes: «Pum... Pumpumpumpumpum... Pumpum»; un gran hombre de tez negra abrió un poco la puerta para poder divisar al intruso topándose así, con la mirada de Hipólito. La puerta estaba sujeta con dieciocho cadenas a la pared, si escondían algo dentro debería de ser la mismísima fuente de la juventud eterna.

Hipólito,  sin miedo alguno,  le dirigió la palabra a aquel tipo tan intimidante:

- ¿Se encuentra Erik? –dijo con voz sosegada.

- ¿Quién pregunta? –contestó el hombre alto cogiendo un arma justo detrás de la puerta con suma calma, realmente estaba preparado para todo

- Hipólito Chaz, el transporte. Dígale que he venido por el paquete.

 

El hombre alto volvió a reposar el arma detrás de la puerta y se adentró en la casa. Al pasar de unos segundos y luego de que Hipólito esperara impacientemente marcando el ritmo de "Stand by me” con su pie, el hombre regresó y le entregó un paquete, un extraño paquete envuelto en papel de caña de azúcar.

- Llévale esto a Pablo. Él te dará la recompensa –dijo el hombre cerrando la puerta de golpe.

Hipólito,  sin decir una sola palabra,  metió el paquete en su sacón y, con un parpadeo,  paralizó el tiempo a su alrededor…

El agua que caía desde aquella tubería rota al lado de la puerta donde le entregaron el paquete dejo de fluir,  se quedó congelada en el aire. Todos los delincuentes que habitaban en la vecindad parecían maniquíes cuando Hipólito caminaba entre ellos, era mágicamente raro…

Hipólito caminaba lento pero seguro por toda la ciudad de Nueva York. Los autos no continuaban su curso,  las aves se quedaban suspendidas en el aire,  las nubes no se movían un centímetro; esto a Hipólito le parecía tan común como respirar.

Al pasar de unos minutos y con el sol aún en el mismo lugar, Hipólito llego al lugar donde quedó con Pablo Recogedar para entregar el paquete, descongelando el tiempo con una fuerte exhalación momentos antes de entrar en el gran local abandonado a las afueras de Nueva York.




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