Colocó la cerveza en el comedor. El color ámbar lo distraía del presente, invitándolo a nadar entre amargas olas, tan amargas como su sentir. Intentaba despertar de la pesadilla golpeando su pecho hasta caer en éxtasis. Cerrar los párpados era difícil, el ambiente comenzaba a sofocarlo, así que tomaría una sencilla decisión y estrellaría la lata contra la pared, eso no lastimaba a nadie, sólo a sí mismo.
Sus pasos apresurados le llevaron hasta la cochera, donde se apresuró a ingresar al vehículo y presionar el volante con la fuerza suficiente para estrangular a alguien. Era frustrante verlo ser víctima de los ataques, sin embargo, ese sentimiento comenzaba a ser reemplazado por cansancio.
A ella la rutina le asfixiaba: soportar gritos, tener que limpiar la bebida regada por la casa, verlo subir al auto y perderlo del radar le hartaba.
Pero esta vez cambiaría el guion. Desde el asiento del copiloto, observaba el cielo, el cual parecía sonreír y rebozar de felicidad, contrario al vacío que navegaba dentro de ella. Ese abismo comenzaba a invadir su cuerpo.
En primera instancia, atacó los dedos de las manos, dejándola incapacitada y con un dolor más grande que el provocado por la artritis. El segundo movimiento, deconstruyó su respiración y mente, recordaba vagar por las calles con la ropa colgando en hilos, sintiéndose extenuada al recibir miradas juzgadoras, similares a las que en el hospital le habían propinado. Y el tercer paso, el corazón se detuvo cuando su esencia partió a algún rincón del mundo porque estaba deshecha, era un rompecabezas con piezas sin encajar, podrías intentarlo durante días, el resultado sería igual.
—Mira lo que me obligas a hacer—el hombre miraba la cerveza, debatía con su moral y sentimiento de culpa. ¿Un trago lo haría sentirse digno o menos miserable?
—Pretenderé… tú continúas aquí—se rindió ante el placer mundano, bebió de un golpe, intentó calmar su agitada respiración y aventó la lata.
Pero…
“¿Eso de qué sirve, cariño?”
Ella sonrió, decidió darle un par de palmadas en la espalda. No lo abrazaría, simplemente, no deseaba hacerlo y no había forma de obligarla a complacerlo. La obra había terminado, el cielo comenzaba a tornarse rojizo, no era carmesí como los arroyos que nacieron del manantial en aquel azulejo.
Se bajó del automóvil, observó a su acompañante, se mantenía recargado en el volante mientras sollozaba. Las lágrimas no tenían valor, estaban contaminadas de rabia, eran tan impuras que ni un alma en pena degustaría de ellas.
Regresó a casa en autobús, un viaje donde sobró tiempo para meditar su situación. Los últimos sucesos le habían obligado a pensar qué sucedía en su vida y cómo podía mejorarla. Los años se reflejaban bajó los ojos cansados, hastiados de tener que despertar para vivir entre llamas, soportando la asfixia de calor. No importaba si la comida se descomponía, mañana podría preparar un nuevo platillo, quizá escondida en el bosque donde sólo se preocuparía por lo que deparaba ese día en soledad.
El momento de escapar había llegado, no portaría los grilletes y dedicaría sus días a sanar aquellas heridas. Soñaba con pasar un día libre de gritos y reproches, incluso dejaría esa casa develando el vestido que le había prohibido utilizar. ¡Ella era hermosa y nadie tenía derecho a decir lo contrario!
La perilla de la puerta comenzó a sonar. ¡No, no podía ser él, todavía no se iba de casa! Por favor, Dios…
Corrió a esconderse detrás del sofá, abrazó sus piernas e intentó soportar el llanto, siendo inútil. Sentía el pecho salirse y una presión sobre sus hombros, ¿dónde estaba la fuerza que creía tener?
Luces rojas y azules se asomaron por la ventana, la puerta no tardó en ser abierta con violencia. Hombres uniformados ingresaron a la casa y comenzaron a buscar en cada una de las habitaciones. ¿Por qué? ¿A quién buscaban?
La sensación de náuseas hizo sentir que movían el piso, tocó su helada piel e intentó relajarse para no temblar. Cayó de rodillas y soltó el llanto.
Sus manos rasgaron la alfombra, tal como manos ajenas habían desgarrado su ropa.
Pudo sentir dolor en distintas partes de su cuerpo, comenzó a revisar su piel y notó hematomas de gran tamaño, no entendía cómo era visibles si ella los cubría cada mañana con ropa holgada y maquillaje. Era penoso que algún vecino se enterara de la situación que atravesaba, por eso, siempre tenía sumo cuidado y extrema precaución.
—Está vacío, nadie está en casa.
—¡Revisen cada esquina y busquen al hombre y el vehículo! Ese desgraciado no debe estar libre.
Por supuesto, ahora recordaba lo acontecido: la maleta, el vestido y la decisión de cambiar su vida. Podría estar en casa de sus padres rehaciendo su vida, dejado de lamentarse por errores no cometidos y comenzar a amarse. Tenía un plan trazado, uno que aquel hombre había destruido después de aventar la cerveza.
—Han pasado dos semanas, nadie le ha vuelto a ver—escuchó el comentario de un policía.
—Su familia ha estado esperando escuchar su voz, desafortunadamente, esta casa fue el último sitio donde emitió un suspiro.
En un segundo arrebataron mis sueños y pisotearon mi derecho a vivir. ¿Puede llamarse humano quien se atreve a terminar con una vida?