Tintes de Otoño

27. La señora Lewis

Nada podía lucir tan tortuoso como una muerte        

Nada podía lucir tan tortuoso como una muerte. Cada una de ellas marcaban algo dentro de mí que comprimían mi pecho y hacía que dejase de respirar.

Mamá dejó la bandeja con las galletas sobre la mesa, papá yacía sentado ahí, lucía tan serio como nunca antes y eso me asustó. Sentí el miedo recorrer mi espina dorsal y comprendí por qué mamá preparaba galletas con chispas de chocolate en momentos como esos, siempre se antojaban.

Mamá se sentó, mordió su labio y me obligó a tomar una de las galletas, una vez en mi mano, ella fu la que habló:

—Emma, acabo de recibir una llamada.

La piel se me erizó. Observé a mis padres, aguardando a que dijesen porqué, quién o de dónde, sin embargo, se mantuvieron callados por más tiempo, mamá observaba a papá, luego a mí; papá observa las galletas con los labios ladeados, estaba preocupado.

—La llamada era proveniente de México —continuó—. La familia de tu padre llamó con una noticia.

Me paralicé, no lucía exactamente como una buena noticia. Permanecí inquieta, observando a mamá fijamente, como ella no dio pie a dar información, observé a papá, él en ningún momento nos observó, se mantenía expectante a las galletas.

—Tu abuela acaba de fallecer soltó por fin —su rostro parecía como una roca, helado en una sola expresión, en una fría y distante.

Papá por fin alzó la vista, sus ojos estaban llenos de agua, como un mar o una nube que absorbe de un rio y se abstiene de soltarlo.

No supe qué pensar, qué decir o qué hacer. Me petrifiqué ahí mismo. No fui muy unida a la abuela, es decir, nos veíamos alrededor de tres veces al año, pero creí que todavía le quedaba tiempo, que estaba sana y sin problemas.

No pude imaginar el dolor que papá sintió. Quise ir con él y abrazarlo, pero estaba pétrea en el asiento. Me sentía congelada, incapaz de moverme. Luego, como si no fuese suficiente para todos, mi respiración se volvió jadeante y entrecortada.

Hasta que tuvo un corte total. Me dejó sin aire, pidiendo ayuda a la nada. Escuché el grito agudo de mamá, me llamaba con desesperación, le gritó a papá y ella fue en busca del diminuto.

Todo había sido negro, nebuloso y oscuro. Había vuelto a perder los sentidos.

Como era común, pasé la noche en vela, intentando mantener todo el sueño que me consumía de a poco. Intenté mantenerme enérgica para no verme sumida en todo el conjunto anhelado de estampar mi cabeza contra la almohada.

Esa noche las ronchas de mi piel me desgarraban, me coloqué un poco del medicamento para ver si suavizaba el dolor, pero no fue así, ocurrió cuando ya debía alistarme para ir a clases. Las bolas rojas que invadían mi cuerpo volvieron a apagarse.

El día de clases fue aburrido, y como había ocurrido días atrás, Tara faltó. Clark sentía una persistencia de ir en su búsqueda, su preocupación se hacía más latente. Después de clases tomamos nuestros rumbos.

Llegué a casa, todo lucía como un lugar sombrío. La luz y los colores que antes te abrazaban al entrar, se había esfumado, más bien, habían sido cambiados por caras largas, colores grises y payasos que bailan en cámara lenta, observándote fijamente.

La comida ocurrió en silencio, no como otras veces. Antes de ese día tenía la capacidad de hablar hasta por los codos, papá y mamá también contaban cosas, todos nos reíamos... ahora, nadie hablaba. Solamente se escuchaba el ruido de los cubiertos sobre el plato.

Pasadas las cinco, salí de casa, el sol comenzaría a ocultarse y mis ronchas estarían a salvo. Caminé por mucho tiempo, intentando dar con los departamentos, donde Clark vivía.

Una vez en los departamentos, subí los mismos escalones de la otra vez hasta dar con la puerta que buscaba. Me planté ante ella y toqué con los nudillos.

La señora Lewis abrió la puerta, con una evidente sonrisa. Iba bien vestida y con una bolsa colgando en su hombro.

—Hola, Emma —saludó—, pasa, pasa, ahora llamo a Clark —ambas ingresamos al pequeño lugar, ella cerró la puerta y camino a la de la habitación de Clark—. Yo, en unos minutos, debo volver al trabajo. Cariño, Emma llegó —anunció, con voz fuerte y tocando la puerta.

Clark salió de su habitación, lucía cansado y reflejaba todavía más su preocupación. Al verme sonrió, se acercó a mí y tomó mis manos. Su madre nos observó con una flamante sonrisa y fue directo a la cocina por una última taza de café.

Clark y yo nos sentamos en el sillón, su madre en la mesa, acomodó su bolsa y dejó la taza encima de la mesa del centro de la habitación.

Clark se acercó a mí y susurró:

—Cuando se vaya, saldremos a buscarla.

Yo asentí ligeramente con la cabeza. Sentí la mirada de la señora Lewis sobre ambos, nos observaba por encima de la taza, con una ceja alzada.

—¿Qué cosa maravillosa se traen entre manos? ¿Se quedarán aquí?

—No, mamá, saldremos a pasear —respondió Clark con una sonrisa.

Su madre asintió con la cabeza y dejó la taza sobre la mesa, y se acercó a nosotros tras ver el reloj encima de su cabeza.

—Emma, la otra vez no pudimos platicar bien, cuéntame de ti —pidió, acomodando una de las sillas para quedar frente a nosotros.

—Eh... —titubeé—, yo...

—Ella puede ver el alma de las personas —informó Clark, entusiasmado.

Mis mejillas se encendieron.

—¿En serio? ¡Eso es maravilloso! —exclamó con el mismo entusiasmo que el de su hijo.

—Sí, bueno... —comencé—, las veo como colores.



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En el texto hay: colores, romance, obsesiones

Editado: 07.01.2021

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