Todo lo que nunca te dije

22

18 de febrero de 1985.

Comencé a guardar sus pertenencias más pronto de lo que cualquier regla moral permitiría, una hora después de saber que se había marchado no existía rastro visible de su vida en esta casa y llevada por el momento, la frialdad de la sangre, siempre creí que el abandono podía combatirse con el rechazo de su existencia; almacenar lo que deja en rincones difíciles de alcanzar, limpiar todas las cosas que se detienen en el tiempo con ese perfume de Varón Dandy, ocultar los estantes vacíos con figuras artesanales o enciclopedias que nadie se atreve a leer con el fin de volver a mirar esos lugares y no percibir el vacío que se amontona entre el polvo y la apatía de un ángel de porcelana.
Saqué los vinilos de sus fundas y acaricié los surcos, la fricción recorrió los dedos y aquella esfera de plástico pareció más ligera que el papel; abrí el tocadiscos y presioné contra la aguja, expectante de una gota de sangre que arruinase el aparato, pero me recordó a una pluma. Aquello que tanto amaba se había convertido en una caracola que se difuminaba en melodías granosas si te las acercabas al oído y que descansaría en el fondo del armario como si no fuese nada.
Lo que una vez fue suyo ahora resultaba leve al tacto y al peso, había perdido su valor porque carecía de dueño y nadie sería capaz de poseer aquello como él lo hizo; no serán más que meros objetos hechos de materiales que se curvan con el calor y se quiebran por las humedades, una historia que contar a los nietos, una excusa para volver a decir su nombre.
Intento no desprestigiar la voluntad de Dios, y muy ciertamente es difícil: hace años que dejé de confiar en él y solo lo recibo mediante los sobres de azúcar del café, con algún consejo tan condescendiente que lo contemplo riéndose de mí; hay destinos que no se deben cruzar y a pesar de todos sus principios, coloca en mi vida personas a las que no puedo cuidar y cuyo amor no me corresponde. No logro comprender por qué no podemos marcharnos con todas las cosas terrenales que nos han amado si nada más lo ha hecho.
Imagino que es un acto egoísta de Dios pensar que el sacrificio por las pequeñas cosas debe resultar apasionante porque no importan los bienes, sino la experiencia que te otorgan; la realidad es que no sé cómo continuar si soy la responsable de todas las cosas que funcionan como trozos de su alma y que me recuerdan que hubo vida antes de mí y que podría haber tenido una mucho más sublime sin mi presencia.
Saqué toda su ropa y la tendí en la cama, vacié mi lado del armario y la tendí a su lado, ya había vivido aquel momento, jugando con sus camisas, observando todos los rincones de un espejo que jugaba al escondite con Nina, y el sentimiento seguía resultando igual de amargo.
Estiré el brazo y saqué todas las prendas que se habían caído, las corbatas que tanto buscó, las blusas que creí haber tirado, las cajas repletas de gasas que protegían el precio de las pamelas y los zapatos que prometí usar más de una vez y que ahora son la herencia que nadie quiere, los libros que intentaba conservar en buen estado cada vez que reordenaba las estanterías; entre ellos se encontraba una pieza única para mi colección, inmediatamente supe que no era mío, sino de Nina.
Se trataba de una recopilación de leyendas y mitos sobre la creación del mundo, era bastante robusto, las hojas estaban demacradas y eran tan finas que parecían cortadas por un cuchillo muy bien afilado; estaba repleto de imágenes e ilustraciones de constelaciones y espacios naturales, de mujeres semidesnudas y hombres con un aire de fruto prohibido. Me recordó a una biblia infame porque tenía una belleza que no podías apreciar en ninguna otra y narraban una visión del mundo poco sobria; existía la ira de los dioses, pero parecía una sumisión distinta, un sacrificio a cambio del amanecer más inefable de tu existencia.
Me sorprendió encontrarlo en su estantería, todos los hábitos de Nina tenían un propósito y no hacía excepciones con ninguno, ni siquiera con la lectura: su colección se basaba en tomos de poesía, filosofía o política, de cualquier arte que te diese una voz y no te la quitase; sentía cierta envidia de todos sus libros porque eran irrepetibles y multiplicaban su cantidad cada semana. Nunca me dijo quién se los vendía, a veces pensaba que eran ediciones robadas porque su calidad era tan impecable que solo podía significar que nadie había mirado la cubierta, y yo nunca se lo pregunté: aquel era el lado más místico de Nina y no quería descubrirlo, me gustaba vivir en algunas de sus intrigas.
Ese libro era un capricho, su puerta de salida, pues la sociedad era más abierta, pero nosotras no conseguíamos aprovecharnos de la rebeldía de las calles porque aparecía como una falsa sensación de libertad; en momentos como aquellos sabíamos que habíamos llegado tarde, nuestro momento había pasado.
Ese manuscrito era su forma de amar al mundo como le habían enseñado a no hacerlo, de darle una segunda oportunidad y encontrar algo de belleza en lo que las grandes mayorías dan por supuesto; le debatí que ya existía la poesía para eso y me respondió que no era suficiente, que culpase a las estrellas. Aquella noche miré al cielo y comprendí lo que intentaba decir: aquella inmensidad era inexplicable para cualquier tipo de disciplina, religión o ciencia.
Como una señal que se regocija de mi pesar acabé leyendo el mito relacionado con las Lagunas de Zempoala, un paisaje natural de México: la historia narra un amor que se forjó en las orillas de un río y que se perdió en el tiempo hasta reencontrarse años después en el mismo lugar, pero con distintos finales: el joven se había casado y la muchacha nunca dejó de quererle. La tristeza fue mortal: el corazón de la joven se quebró y quedó completamente roto, enfermando y muriendo de desilusión; el dolor de la familia tras su muerte fue tal que lloraron hasta formar las lagunas.
No pude evitar sentirme culpable tras leer el relato, las coincidencias eran tan certeras que tuve que retener mis ganas de vomitar, de tirarme al suelo y dejarme existir como un despojo. Siempre supe que actuaba como el veneno.
Los problemas comenzaron hace unos meses, cuando regresaba fatigado y con un color de mejillas preocupante: sufría sofocos cuando hacía frío, no podía levantarse del sillón sin perder el equilibrio y, a pesar de todas las señales de peligro, siempre conseguía convencerme de que no era real, solo cosas de la edad.
No sé por qué nunca me interpuse en su eterno optimismo, nunca le creí, pero me pareció conveniente actuar como la esposa que vive entre las nubes, insultantemente ilusoria; supe que no pude engañarme más cuando empezaron los desmayos.
El doctor trató de explicarlo de la forma más amable que consideró, pero todo lo que decía resultaba tan amenazante, tan grande que no cabía en la habitación y parecía el fin de cualquier posibilidad; Martín asintió durante toda la consulta, casi sonrió ante la noticia de que las cosas podrían salir mal porque había tardado demasiado en pedir ayuda, parecía no importarle mientras yo era incapaz de levantarme de mi asiento sin sentir la claustrofobia de no poder salir de allí y continuar con nuestra vida como debería haber sido.
Teníamos opciones, y la promesa algo temblorosa de rehacer una vida normal y sin esfuerzos una vez la cirugía se hubiese llevado a cabo, lo que obligó a Martín a quedarse internado; nunca había temido a los hospitales, pero allí nació una fobia que prometía perseguirme cada noche y no cesaba, siquiera, con la presencia de Nina.
Discutí con Martín por su actitud, no aceptaba una calma tan sincera porque no estaba fingiendo; no le importaba morir, nunca sopesó el lado más fuerte de la balanza: los malos pronósticos de la cirugía y las consecuencias de sobrevivir. Su respuesta siempre era absoluta: “he tenido una buena vida”.
—No puedes conformarte. —le respondía.
—He hecho todo lo que siempre he querido y ahora estoy en paz; si debo morir, que así sea.
—Debes preocuparte por la gravedad de la situación, no puedes…
—¿Aceptar que todo tiene un final?
—Estoy cansada de finales.
Hizo un gesto con la mano para que me acercase. Me tumbé junto a él, al borde de la cama, y me rodeó con el brazo.
Había absorbido el olor de la medicina, de la pulcritud de los productos de limpieza, de la desesperación y la enfermedad. Era como conversar con una parca, su voz era el último hilo que lo sostenía entre el mundo y la muerte.
—He tenido una buena vida.
—Es lo único que has dicho desde que estás aquí.
—Porque es cierto. Sé que todo podría ir bien y rezo porque así sea, pero también sé que todo podría ir mal porque no existe un punto de encuentro, y eso también está bien. He tenido todo lo que siempre he deseado y es un consuelo al que aferrarme en cualquiera de los casos porque sé que no necesito más o menos vida para ser feliz. Lo he logrado.
—Te merecías una vida mejor.
Intentaba retener mis lágrimas de mi cargo de conciencia, aquello me hacía sentir una pena tortuosa por él y un rechazo vulgar hacia mí; alcé la vista y pude ver sus ojos como respuesta, sabía que se merecía un amor mejor y que nunca salió a buscarlo. Me pregunté si aquello sería su mayor arrepentimiento.
—Te he tenido en esta, no creo que pueda vivir otra mejor.
—Has sido un marido excepcional.
—Y tú el amor de mi vida.
Cogió mi mano y observó mi anillo de bodas. Me lo quitó con suavidad para guardarlo en mi puño, carecía de fuerza, incluso para doblar mis dedos.
—Espero que llegue el día en el que puedas entregarle este anillo y prometer quererla hasta el fin de tus días; mereces una vida plena, Valeria, la felicidad te favorece.
Podría haber preguntado, ignorar que aquella era su forma de dejarme marchar y mentir de nuevo, pero nos quedamos sin cosas que decir, aquello era una despedida sin importar las secuelas de la enfermedad; siempre lo supo.
—Te quiero. —le dije, al fin.
—Lo sé.
Bajé la cabeza para apoyarla en su pecho, podía escuchar el latido de su corazón como copas de cristal explotando al contacto de una bala.
Uno.
Dos.
Tres.
Noté su brazo caer por mi espalda, cerré los ojos con tal fuerza que no observaba oscuridad, solo puntos de luz sobreponiéndose hasta cegarme con los calambres de las sienes y un dolor nasal similar a la aspiración de agua. Aquello parecía un último abrazo, su última caricia.
Comencé a sollozar hasta quedarme sin aire. Ahora solo escuchaba silencio.



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Editado: 19.10.2024

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