Todo lo que quiero decirte

Capítulo tres

Jugueteé desinteresadamente con el hilo que salía de mi falda, enrollándolo en mi dedo, antes de alzar la cabeza y enfocar mis ojos en mis padres, quienes reían acompañados de un grupo de personas que los felicitaban por llevar tantos años casados y continuar tan felices como los primeros días.

Pobres ingenuos. No recordaba cuándo fue la última vez que se dijeron un "te quiero" o tuvieron un simple gesto cariñoso con el otro. Para qué mentirnos, no solo eran un desastre siendo padres, sino también como pareja. A pesar de que se agarraran de la mano y se besaran delante de un salón lleno de gente, puertas adentro no eran más que dos desconocidos que compartían una hija a quien apenas prestaban atención.

—Ven, cielo —mi madre me llamó ondeando la mano en el aire. A su lado había un chico de mi edad, alto y con el pelo engominado. Suspiré, haciéndome a la idea de que debería seguir fingiendo hasta pasadas las doce—. Quiero presentarte a Miguel de Valenzuela.

—Encantado, Aurora —agarró mi mano, llevándosela a la boca y dejando un beso en el dorso. Reprimí un gimoteo.

—Igualmente —incliné la cabeza en modo de respeto. Todo el que no me tenía a mí misma por aceptar formar parte de este paripé.

—Le estaba comentando a Miguel que tenías muchas ganas de visitar París este verano y resulta que su familia paterna está viviendo ahí, ¿no es maravilloso? —preguntó mi madre situando su mano en mi espalda, empujándome disimuladamente hacia él. En realidad, quien quería que fuera era ella para poder codearme con los burgueses parisinos.

—Sí, es... fantástico —sonreí de forma forzada y jugando con la perla que prendía de la cadena dorada que adornaba mi cuello.

—Os dejamos solos para que os conozcáis —mi padre se llevó a mi madre por la cintura.

"No, por favor", supliqué, pero esas palabras se quedaron atrapadas en mi garganta. Nos sumimos en un silencio incómodo que él se encargó de disipar con un carraspeo.

—Dime, Aurora, ¿qué estás estudiando? —se llevó la copa de tinto a los labios, mirándome sobre el borde del cristal.

—Medicina —respondí, rotando la cabeza con discreción buscando a mis padres. No me podía creer que me hubieran abandonado con este chico. Bueno, en realidad, sí me lo creía. Era algo muy típico de ellos; abandonarme, me refiero. Al no recibir respuesta por parte de Miguel, redirigí mi vista hacia él y lo descubrí mirándome con las cejas alzadas. Sacudí la cabeza—. ¿Y tú?

—Dirección financiera —saboreó el líquido rojo—. ¿Quieres bailar?

—Yo... es que... —debía ser más rápida inventándome excusas—. Me están matando los zapatos.

—Vamos, solo un baile.

Me tendió la mano y la miré dudosa. Inicié las clases de ballet clásico a los tres años, por la insistencia de mi madre de convertirme en Olga Smirnova. Sin embargo, con el tiempo, su sueño para mí fue seguir sus pasos en la escuela de medicina. «Venga», me animé, no podía ser tan difícil. Solo era seguir el "un, dos, tres" y evitar pisar a tu acompañante, ¿no? Estaba chupado.

Lo cierto es que lo que me echaba para atrás era la gran multitud, eso y mis manos sudorosas. Las abuelas me estarían examinando con detención a través de sus binoculares y criticando cualquier pequeño error que pudiera cometer. Si superaba la prueba con creces, las chicas jóvenes me repudiarían y se encargarían de ingeniar rumores bochornosos sobre mí, como que no llevaba ropa interior o que me tiraba a mi profesor. Y si estropeaba el momento del que mi madre fardaría con sus amigas (o más bien, enemigas), me esperaba una buena reprimenda al llegar a casa, o quizás empezaría en la limusina. Dios, rezaba porque el chófer se apiadara de mí y pisara el freno en seco para chocar con otro vehículo.

No, claro que no deseaba eso. Pero sí que todo saliera bien. Respiré hondo y acepté su mano, dejando que me guiara hasta la pista de baile. Su piel era áspera, no como la de mi vecino. Sacudí la cabeza por dejar que se introdujera en mi mente. ¿Era malo pensar en él cuando ni siquiera sabía su nombre? Quería creer que no, porque de lo contrario estaría enferma.

Su brazo me rodeó la cintura así como el mío su cuello, juntando nuestras manos a la altura de nuestras cabezas y empezando a movernos al son de la música. Estaba incómoda, mi vestido picaba y estaba segura de que al quitármelo le daría la bienvenida a una erupción producida por la tela que solo se aliviaría con la pócima secreta de Dorina.

Suspiré sintiendo un nudo en la garganta al recordar cuánto la extrañaba. Ella había sido la madre que siempre había necesitado y que nunca había tenido. Venía a recogerme al colegio, me cocinaba mis platos favoritos y se preocupaba por mí cuando llegaba con raspaduras en las rodillas. Cuando me independicé (si podía llamarse así a residir lejos de tus padres, pero seguir viviendo a costa de su dinero), ella permaneció en nuestra casa familiar, al cuidado de ella y de los caprichos de mis progenitores.

—¿Te estás divirtiendo?

—Sí, mucho —mentí.

—Mentira.

Abrí los ojos todo lo que pude. Era buena mintiendo. Quiero decir, lo había hecho toda mi vida: "no me molesta que me hayas pegado el chicle en el pelo a pesar de que voy a tardar cinco horas en quitármelo", "me encantaría ayudarte a que ligues con aquel hombre de setenta y cinco años que acaba de perder a su mujer", "sí, mamá, puedes decirme lo mala hija que soy todas las veces que quieras". ¿Qué narices? Era una experta. ¿Cómo era posible que se hubiera dado cuenta?

—¿Cómo lo has sabido?

—Porque yo tampoco —rió al tiempo que negaba con la cabeza.

Una sonrisa iluminó mi rostro, una sincera. La única de aquella noche. De pronto, ya no me hastiaba tanto. Quizás era eso, que no le había dado una oportunidad para mostrarme cómo era en realidad. Al final, me había acabado comportando como todas las superficiales personas presentes en aquel salón.




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