Todo se cura, hasta el corazón

XIII

SIRIANA

—Abue, me alegra que vinieras —suelto incorporándome del piso.

 

—Venías arrastrando los pies como si te pesaran, mi niña —contesta ella—, ¿qué te sucede? ¿Es por Noah que estás así?

 

Camina hasta el sillón de mi pieza y se sienta con cuidado.

 

—¿Cómo supiste? —pregunto sin creerlo— No, mejor no me respondas, cierto que me conocés muy bien.

 

—Exato —afirma—, además que en tu rostro es muy evidente cuando algo te pasa y solo supuse que Noah podría ser el motivo de tu estado.

 

—Bueno, estás en lo correcto, el motivo es él, pero el problema soy yo —Ella eleva sus cejas sorprendida sin entender a qué me refiero—. Es que, hoy me abrazó después del partido y me pidió que lo espere a la salida de la escuela para volvernos juntos.

 

—Mm... Entiendo, seguí contando —La abuela hace un gesto con la mano para que prosiga.

 

Me da vergüenza decir esto:

 

—Pasa que a la salida de la escuela una chica entró preguntando por él, creo yo que es de Estados Unidos, por su nombre y su acento —le cuento—. No sé qué me pasó, pero no me gustó para nada la chica y no porque fuera mala, sino por el abrazo que se dieron, la chica —hago una pausa intentando no largarme a llorar— es hermosa, abue, tenías que verla; rubia, ojos bonitos y vestida... se viste tan bien.

 

Suelto una lágrima, pero la limpio enseguida.

 

—Me sentí re chiquita, poco importante y mientras ella me hablaba lo más bien, en mi mente solo pensaba algunas cosas malas —vuelvo a hablar.

 

—Bien, primero lo primero, si queres llorar, hacelo, nadie te detiene —dice ella sacando un pañuelo de su bolsillo—. No está prohibido hacerlo y podés desahogarte.

 

Sólo tuvo que decir eso, para que las lágrimas salieran.

 

—Lo segundo, es entendible lo que te pasa, corazón, creo que lo principal de todo esto es que te gusta Noah —Mi abuela tenía la especialidad de decirte las cosas sin rodeos, sin darte vueltas como si fuera calesita de parque—. Es entendible, pero está mal, no sé lo que habrás pensado, pero si dijiste que fueron cosas malas, entonces está mal. ¿Por qué no te tomas el tiempo de conocerla?

 

—Es que ese es el problema, por más que quiera, en el fondo no estoy dispuesto a hacerlo, no quiero conocerla —digo con molestia, estoy molesta conmigo misma por esto; sé que debería darle una oportunidad, Kendall no me hizo nada.

 

—Tendrás que hacer un esfuerzo, puede que te lleves una sorpresa. Ahora, con respecto a su apariencia, mi pequeña no tan pequeña —aclara—, hay distintas bellezas, ¿viste que hay distintas inteligencias? —ella pregunta y yo asiento con la cabeza— Bueno, también hay distintas bellezas, y físicamente, no eres fea.

 

—No lo dirás porque soy tu nieta, ¿no? —digo ya secando todo rastro de lágrimas de la cara.

 

Se me queda mirando en silencio, sin decir una palabra. Hasta que pregunta:

 

—¿Tenes algún espejo?

 

¿Un espejo?

 

—Sí, pero... ¿para qué el espejo? —pregunto confundida.

 

—Solo decime hacia dónde está y vamos —ordena.

 

Caminamos hacia un espejo de cuerpo entero que tengo en la pared de mi cuarto y me hace pararme adelante de él y ella se coloca atrás mío.

 

—¿Qué ves ahí? —emite la pregunta con voz calma.

 

Frunzo el entrecejo y respondo:

 

—Mi reflejo.

 

—¿Decime qué ves?

 

—¿Qué veo? Me veo a mí, mi cuerpo, cara, mano, entre otras cosas más.

 

—¿Te gusta lo que ves? —Escucho que me dice.

 

¿Qué? ¿Qué clase de pregunta es esa? Lo pienso un poco.

 

—No —respondo.

 

—¿Qué no te gusta?

 

Vuelvo a quedarme en silencio por un rato, pensando lo que voy a decir, qué le voy a responder.

 

—El color de mis ojos, mi pelo, la formar de mi cuerpo...

 

—¿La nariz, tu mano, tus pies? —pregunta interrumpiendo lo que decía.

 

Miro mi reflejo, observo cada detalle y no puedo evitar sentirme mal y poca cosa, ah, y sin valor.

 

—No, no me gusta nada.

 

—Sos hermosa —suelta sin más.

 

Frunzo de nuevo el entrecejo mostrando el evidente desacuerdo con ella. ¿Hermosa? ¿Dónde? Mi sonrisa es chueca, mi pelo es horrendo, ¿dónde está lo hermosa?

 

—¿Lo ves? —dice mi abuela mirándome desde el espejo.

 

—¿Qué cosa? —pregunto confundida.

 

—¿Sabes por qué no me crees cuando te digo que sos hermosa?

 

Ahora la miro a ella a través del espejo.

 

—Porque no lo soy —respondo con obviedad, que a mi abuela no parece gustarle.

 

—No, te crees tantas cosas negativas tuyas, porque siempre que te ves al espejo, decís y miras las cosas que no te gustan —exclama, hace una pequeña pausa y luego vuelve a hablar—. ¿Sabes por qué sos hermosa? Porque sos hija de Dios, sos una princesa, porque sos creación de Dios y Él no comete errores. Cada vez que te mires al espejo, decite lo lindo que tenes las pestañas, lo bien que te peinaste, lo linda que estás. Porque mientras más te lo repitas, más te lo vas creer. Pedile a Dios que vos te veas, como Él te ve. Y va a pasar el tiempo, y te vas a ver como verdaderamente sos, sin importar lo que la gente piense.

 

En esos minutos, no me había dado cuenta de que estaba llorando, de que sostenía el pañuelo de mi abuela con fuerza, llorando de enojo conmigo misma, porque sé que no estoy conforme con mi cuerpo y me duele tratarme así, como si no tuviera valor.

 

—Y por último, sos hermosa; y no lo digo por ser tu abuela, lo digo porque es cierto, porque logro ver una belleza más allá del físico, sino que toda vos —Posa sus manos en mis hombros con ternura— tiene un brillo y una hermosura que es de admirar y no todas las chicas lo tienen.



#33430 en Novela romántica

En el texto hay: amor, dios, cristiana

Editado: 13.11.2020

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