Sam despierta de un largo sueño, en medio de la noche, sintiéndose por completo aturdida. Los calmantes que David arrebató de manos de Lorie sin decir, si quiera, gracias la pusieron a dormir toda la tarde y gran parte de la noche. El otro lado de la cama se encuentra vacío y al poner sus manos sobre las sábanas, se da cuenta de que están frías.
—¿David? —Pronuncia de inmediato.
No obtiene respuesta alguna. El rápido recorrido que emprende a través de la habitación con la mirada, le deja saber que se encuentra sola. Se apresura a salir de la cama y se cubre del frío de la madrugada con su bata. Cruza la puerta y advierte como todo se encuentra en calma, paz y silencio absoluto. Tal y como se acostumbra a escuchar el descanso a esas horas en su hogar.
—¿David? —Lo vuelve a llamar; pero, esta vez en voz baja; casi que en un leve susurro, procurando que sus hijos no despierten. Y no es hasta que se cruza al otro lado del pasillo, donde se encuentran las habitaciones de los niños, que lo descubre durmiendo en la cama de Ben. La luz de la lámpara alumbra el descanso de los tres hombres de su vida; porque el pequeño duerme bajo el abrazo de su padre como si fuese un hermoso ángel. Su cabecita rubia reposando sobre el hombro de éste y el bebé, como un capullito de ternura, encogido sobre su pecho mientras recibe el calor de la mano de David sobre su pequeña espalda.
Sam se aproxima y los mira de cerca sin poder evitar sonreír. No puede creer lo afortunada que es. De la familia tan increíblemente hermosa y sana de la que fue provista. Del esposo tan maravilloso que tiene a su lado y de los niños que, siendo el fruto de ambos, han venido a colmar sus vidas de dicha y múltiples bendiciones. Su vida ahora es tan perfecta como jamás pudo habérsela imaginado. Siente que no podría pedirle más a las estrellas. Entonces, no entiende por qué el nudo tan espantoso que le oprime, ahora mismo, la garganta arruinando su felicidad. O el mar de lágrimas que se agolpa, de un pronto a otro, sobre sus ojos amenazando con desbordar sus aguas frente a ellos. Ante el apacible descanso del que disfrutan ahora sus cuerpos.
Se apresura y sale de la habitación, sentándose en la cumbre de los escalones. Sintiendo más frustración en sus adentros que las ganas mismas que la inducen a querer llorar; porque ella ya no quiere llorar…no más, por favor. Entonces, decide que no lo hará y tan sólo apoya la cabeza de medio lado contra la pared mientras cierra los ojos y permanece allí, sentada; en medio del silencio tan abrumador de una madrugada que sabe, durará toda una eternidad.
Debería ir a la biblioteca, tomar un libro y ponerse a leer cuanto antes. Apresurarse antes de que sus pensamientos se echen a correr de nuevo y las maquinaciones de su mente culminen en una nueva dosis de calmantes. Largas horas de un sueño inducido y las aborrecibles consecuencias que éstas siempre le han acarreado. Ya antes ha recorrido el mismo camino; una y otra vez hasta el cansancio. Sabe que nada bueno le ha quedado nunca de aquello. El llevar a cabo una acción repetitiva no produce distintos resultados, sino que siempre será el mismo; entonces, para qué seguir un sendero del cual ya sabe no hará más que perderla en los laberintos de su mente. Y tanto es así lo que habla consigo misma y tanto es así lo perdida que se encuentra ya en medio de sus meditaciones, que ni siquiera escucha los pasos descalzos de David aproximarse hasta ella. Cuando se percata lo tiene sentado detrás de su cuerpo y cuando se da cuenta sus brazos la envuelven por entero, mientras éste se encarga de llenar la piel de su cuello con cálidos y tiernos besos cargados de amor.
Pero Sam…ella tan siquiera se mueve o abre los ojos. No abandona la postura tan rendida que su cabeza otorga contra la pared. Se queda allí sentada y sin decir nada, recibiendo de él todo su calor y la humedad de aquellos labios que reconfortan su alma en silencio.
Porque él tampoco pronuncia palabra alguna, sino que simplemente abandona el rostro sobre el lugar que antes cubriese con sus besos. Se mantiene allí, junto a ella, hasta que se produce un suave vaivén entre ambos cuerpos debido a la fuerza de su abrazo.
—Te vi dormir hace un rato junto a los niños —pronuncia Sam en medio del tenue baile que aún permanece entre ellos.
—¿Ah, si?
—Si, mis pequeños parecen un par de ángeles cuando duermen.
—¿Y yo? —Susurra David.
—Tú parecías un oso con barba en medio de ellos. No dejabas de roncar.
—Mentirosa —pronuncia él comenzando a reír, pero sin que esto le permita abandonar su cuello o la cercanía de su cuerpo—, tú sabes que yo no ronco.
—¿Y cómo lo sabes si estás durmiendo mientras lo haces? Yo soy la que te escucha cada noche con una almohada puesta sobre mi cabeza intentando tapar mis oídos.
Ambos se echan a reír y David estampa un par de sonoros besos sobre ella. Vuelve a su lugar en el cuello de Sam.
—Aún sigo sin creerte —le dice.
—Pues haces bien en no hacerlo —pronuncia ella acariciando los oscuros vellos que cubren la fortaleza de sus brazos—…tú no roncas, nunca he escuchado que lo hagas. Gracias por cuidar de mis niños mientras yo descansaba.
—También son mis hijos —responde él, restando cualquier mérito que pudiese obtener por hacerlo—, es mi deber con ellos y contigo. Por algo soy tu esposo.
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Editado: 27.05.2022