Agdar abrió la puerta, dejándose ver envuelto en una cobija. Su ceño estaba fruncido y con un poco de cansancio. Elsa rápidamente escondió el huevo bajo las cobijas y le sonrió con nerviosismo a su padre.
—¿Estás bien? Escuché que gritaste —el hombre se adentró a la habitación de su hija.
—No fue un grito, más bien un sonido de dolor. Es que me torcí el pie —para sonar contundente, Elsa levantó su extremidad amoratada.
Sí se había torcido el pie durante su trabajo, pero no era nada que no pudiera soportar.
—¿Quieres que te traiga un poco de hielo?
—No, no. Ya estoy bien, en cambio tú deberías estar descansando —se levantó de la cama y abrazó a Agdar, quien felizmente se dejaba apapachar.
—Me levanté porque tenía hambre —los dos cruzaron el marco de la puerta, dejando escondido el secreto que había aguardado cubierto por el manto caliente de las cobijas.
Ambos caminaban hacia la planta baja.
—Te prepararé un caldo de pescado, tú espérame en el comedor —pronto Elsa se puso manos a la obra.
Mientras estaba en la playa, la rubia se había tomado un rato para destripar a los peces y quitarle las escamas. No le gustaba hacerlo en casa porque apestaba todo el lugar y atraía a las moscas, lo ideal era hacerlo al aire libre, justo como su padre le había enseñado.
—¿Cómo te fue hoy? —preguntó su papá, que terco como una mula fue a la cocina y sacó algunas verduras de un cajón.
Elsa lo miró con recelo, aunque su enojo no duró mucho. Le gustaba cocinar con él.
—Bien, todo tranquilo –respondió, mientras recordaba ese olor que casi le hacía vomitar–. Pero se sentía diferente, extraño.
Agdar volteó a verla con curiosidad.
—¿Ah, sí? ¿Y eso?
—El bote estaba cubierto de una cosa pegajosa que brillaba. Y cuando quise lavarlo con agua, buak —su cuerpo se estremeció, rememorando los escalofríos que sufrió en ese momento—. Fue espantoso. Era un hedor que jamás había conocido nunca. Y espero jamás volver a olerlo.
Él se rió, algo melancólico: —Una vez me pasó algo similar cuando estaba con tu madre –la rubia bajó la mirada, esperando paciente las siguientes palabras–. Estábamos en la orilla, cuando sentimos el olor más asqueroso de nuestras vidas. Si por mí fuera, lo hubiéramos pasado de largo, pero tu mamá era tan curiosa que no pudo resistirse y nos jaló al otro lado de ahí. ¿Y sabes qué era? –Elsa se acercó a él para escuchar mejor–. Un dragón —susurró su padre. La muchacha palideció en cuanto escuchó esa palabra.
—¿Un... un d-dragón? —tartamudeó, aterrada. Era como si estuviera relatando la misma historia que estaba viviendo ella ese día.
—Lo que escuchaste. Cuando lo vi casi me dio un infarto, no era grande pero algo tenía en su ser que me transmitía muchísimo miedo. Negro como la noche, con alas similares a las de un murciélago, dientes que desaparecían al estar tranquilo y aparecían cuando se sentía amenazado. Una cosa muy mortal —colocó las verduras en una olla con agua, y las dejó en el fuego.
—¿Y estaba vivo?
—Sí, pero muy herido. No resistió mucho tiempo. Ella le cantó algo y pareció descansar en paz. Y mira que conectó bien con tu madre, sino, estaríamos dentro del estómago de un dragón —rió, queriendo agregar comedia a su relato para alivianar el ambiente.
¿Conectaron? ¿Eso se puede? Pensó Elsa.
—Sé lo que te preguntas, yo tampoco lo creía así. Ya sabes, básicamente porque hemos comprado la idea de que esas criaturas son sanguinarias y salvajes, no sé como explicarlo, creo que no hay palabras para describirlo si no lo vive uno —se encogió de hombros, y siguió con lo suyo.
—¿Y hablaron con alguien de eso? —su papá la miró con una mueca de diversión, casi riendo de la inocencia que caracterizaba a su hija.
—¿Hablar de qué? ¿Que le cantamos una canción de cuna a un dragón moribundo? Apenas habíamos llegado a Berk, no queríamos hacer algo que pudiera molestar al jefe y que nos echara a la nada. Si crees que los vikingos odian a los dragones ahora, imagínate en esos años. Y creo que fue lo mejor para los tres, pudo haber sido una muerte dolorosa de haber caído en manos berkianas —le quitó el pescado a la menor, y decidió cortarlo. Aún le fallaba el corte.
—Tienes razón... –susurró Elsa. Luego formuló una pregunta que, al oírla en voz alta, de inmediato se arrepintió–. ¿Tú crees que los dragones son malos? —se tapó la boca, esperando así que su padre no la haya escuchado.
Para su mala suerte, el hombre había alcanzado a oírla. Agdar movió sus labios de lado a lado, pensando en una respuesta apropiada.
—No creo que hayan sido hechos para destruirnos. Algo los orilló a hacernos esto, y tampoco nos hemos detenido a pensarlo y resolverlo. Pero, si me preguntas, no, no creo que sean malos. Sólo incomprendidos, como nosotros —rió, negando con la cabeza.
—Oh, vaya... —apenas y pudo contestar, entrando todavía más a su trance.
Si lo que pensaba era cierto, si el huevo que se encontró no era más que de un mismísimo dragón, su padre podría apoyarla. Pero como él lo había dejado claro: viviendo en un lugar rodeado de gente que odia con todas sus fuerzas a esas magníficas criaturas, era peligroso. Tanto para Elsa como para la cosa que se encontró.
Sólo esperaba que ese sueño acabara ya.
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Editado: 04.12.2023