Los tres ancianos permanecían sentados en aquel islote solitario. Sus inmemoriales sombras se proyectaban en la arena caliente formando un largo eclipse. Sentados, mirándose unos a otros..., pero sin verse.
A muchos kilómetros de allí, el arzobispo de Asunción levantaba la eucaristía: “...este es el Sacramento de nuestra fe”, y el pueblo católico repetía como lo venía haciendo desde hacía miles de años: “Anunciamos tu Reino, proclamamos tu Resurrección, ven, Señor Jesús”. En ese momento aquella muchedumbre veneraba —y adoraba— a su patrona, la Virgen de Caacupé.
La basílica y sus alrededores estaban transformados justamente en lo que ese “Señor Jesús” tanto había combatido: un antro de perdición. En las mutiladas veredas y pasajes se levantaban tiendas de toda clase de comercio, desde venta de panchos hasta juegos de azar. Tampoco faltaba aquel que ofrecía las “últimas entradas para Olimpia...”
La noticia
El arzobispo de Asunción se quitó su vestimenta talar, la besó lentamente, con cariño, y la dejó en el respaldo de una silla. Se disponía a tomar asiento cuando su secretario Esteban tocó a la puerta. “Adelante”, dijo casi con la misma tranquilidad con que se disponía a tomar un momento de relax. “Permiso, monseñor, sé que está cansado, pero tengo una noticia que desde hace días quiero comentarle”, dijo Esteban. “Sí, adelante. Todo lo que se hace esperar, seguro que es bueno”, dijo con una sonrisa el arzobispo. “Bueno..., realmente no sé cómo empezar. A lo mejor usted cree que yo ando con chimentos o que estoy loco. Pero me gustaría que no tome en broma lo que voy a contarle”, argumentó tímidamente el secretario. “Bueno, ya hijo..., que tengo mucho sueño”, espetó impaciente el monseñor. “Sabemos que estás un poco chiflado, pero eso no es una novedad”, bromeó, “...pero vamos, qué es lo que tanto debes contarme”, dijo finalmente. “Mire, hace unos meses, mi hermano..., usted sabe, mi hermano el pescador —el monseñor asintió con impaciencia—, el que vive cerca de Fuerte Olimpo... me contó una historia que si es verdad, usted debería intervenir inmediatamente, y disculpe mi atrevimiento”, expresó, sonrojándose. “Bueno, ¿... y cuál es esa historia?”, señaló el monseñor que, para ese entonces, ya se estaba desvelando. “Hay muchas historias que circulan en la zona desde hace muchísimos años, y últimamente se comenta una en particular. Se trata de tres viejos... perdón, ancianos, que viven en una pequeña isla y según parece, adoran al mismísimo Satanás...” Al decir esto, Esteban agachó la cabeza pronunciando las últimas sílabas casi con un susurro. El monseñor miró hacia arriba y con gran alivio se dio cuenta de que el sueño volvía a sus ojos. Se paró y puso un brazo en el hombro de su secretario mientras lo encaminaba hacia la puerta. “Esteban, hay muchos que adoran a satanás, pero no debes temer porque Dios está con nosotros. Esos ancianos eligieron el camino equivocado, mas el Señor es justo y misericordioso...”, manifestó. “Pero justamente, monseñor”, le interrumpió Esteban, “la gente dice que estos ancianos nunca conocieron la Palabra y hacen cosas macabras. Muchas personas pidieron por un sacerdote para que vaya a bendecir el lugar y convertir al catolicismo a estos viejos... perdón... antes que sigan cometiendo satanismo y aterrorizando a los pescadores que pasan por esa isla”, refirió Esteban sin pausa y asombrándose de sí mismo por su actitud. El monseñor se quedó callado un momento. “Así que satanismo...”, dijo para sí, mientras se sentaba nuevamente. Esteban se hinchó al comprender que por fin había logrado la atención de su máxima guía espiritual. “Y contame... qué es lo que han hecho últimamente”, indagó el prelado. “Bueno, hay muchas historias... No se sabe mucho de ellos, ni quiénes son, ni de dónde vinieron. Se cree que tienen más de 100 años. Hace alrededor de un mes, mi hermano me contó sobre el caso del hijo de un lugareño. El chico, de seis años, tenía una enfermedad rara y los médicos no le daban más de 48 horas de vida. Un pescador de la zona, que conoce la isla de los ancianos, le sugirió al padre que, como último recurso, llevase al niño a estos demonios para ver por una cura”, relataba el secretario con esmero. La curiosidad del monseñor aumentaba y sus ojos volvieron a despertarse. “El padre del chico al principio se rehusó terminantemente, pero al verlo sufrir tanto a su hijo, tomó la decisión y fue a la isla”, argumentó Esteban. “¿Y qué pasó entonces?”, se apresuró el monseñor. “El niño se recuperó perfectamente”, dijo el secretario. “¿Y qué tiene de malo eso? Al contrario, me parece una gracia del Señor”, señaló el arzobispo. Esteban se le acercó y casi susurrando, dijo: “No, el niño tiene un brillo raro en los ojos. La gente dice que al llegar a la isla, los ancianos le condicionaron al padre a cambio de la vida de su hijo. Le pidieron hacer un pacto con Satán”, dijo Esteban dramáticamente al tiempo que el carillón de la iglesia de la Encarnación hizo sonar el primer campanazo de los ocho siguientes.
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Editado: 06.03.2018