Tres meses

Cap. 8: Colonia perpetua

A la mañana siguiente, no me sorprendió encontrarme solo en la cama. Por 
las mañanas, Jen solía salir a dar brincos por el parque, algo incomprensible 
para mí. ¿Quién hacía ejercicio pudiendo dormir? 
Menos mal que me vi en el espejo del armario de Jen, porque estuve a 
punto de salir de la habitación sin ropa; habría sido gracioso ver las caras de 
mis compañeros. Me puse unos pantalones rápidamente y fui a la cocina. 
Will, Sue y Naya merodeaban por ahí, preparándose el desayuno. 
—¡Buenos días! 
Los tres me observaron con curiosidad. Después de todo, no estaban muy 
acostumbrados a verme de buen humor por la mañana. Solía despertarme 
muy gruñón. 
—¿Qué le pasa? —preguntó Naya con la boca llena. 
—Está demasiado feliz —murmuró Will, precavido. 
—¿Y por qué no iba a estarlo? Hoy hace un día muy bonito, ha salido el 
sol, los pajarillos cantan… ¡Incluso Sue me parece preciosa! 
Ella hizo una mueca de indiferencia que se le borró en cuanto le estrujé 
las mejillas y le planté un beso en la frente. Asqueada, se apartó de un salto 
y se frotó la zona afectada con todas sus fuerzas.

—¡Qué asco! ¡Como vuelvas a hacer eso…! 
Y empezó a amenazarme con veinte muertes distintas, pero me dio 
absolutamente igual. 
Con mi actitud había conseguido desterrarla y hacerme con uno de los 
taburetes de la barra. Sue había salido corriendo para lavarse la cara, 
mientras que Naya la perseguía para reírse de ella. Cuando Will me sirvió 
una taza de café, le sonreí con amplitud. 
—¿A que tú también piensas que es un buen día? —le pregunté. 
—Lo es —me concedió—. Y también debió de ser una buena noche, por 
lo que veo. 
Al oír sus últimas palabras, mi sonrisa vaciló un poco. 
—¿Eh? 
—¿Tienes idea de por qué Sue me ha echado una bronca sobre no follar 
en el cuarto de baño? 
Oh, eso. Ups. 
—¿Cómo dices? —Me llevé una mano al corazón—. ¿De qué me hablas? 
—No lo sé, por eso te lo pregunto. 
—Pues no tengo ni idea, pero, Will…, ¡debería darte vergüenza! ¡Ese 
baño es de todos, no solo tuyo! 
Estaba de tan buen humor que incluso fui a ayudar a mi madre sin 
protesta alguna. De vez en cuando me llamaba para que le echara una mano, 
le servía de excusa para pasar un rato juntos. Yo acostumbraba a rechazarla, 
pero ese día me apeteció ir a verla. Mi respuesta la pilló tan desprevenida 
que se quedó en silencio un minuto entero. 
Me subí al coche, conduje a toda velocidad por media ciudad y aparqué 
en el garaje de su casa. Ella me esperaba en la sala donde guardaba todos 
los utensilios de pintura y de fotografía. Era muy maniática con sus cosas, y 
no aceptaba que cualquier persona se lo colocara; decía que no lo hacían tan 
bien como ella. Por eso se lo habían dejado todo en mitad de la sala y nos 
tocaba organizarlo en cajas.

Pesaban bastante, así que yo transporté la mayoría, mientras que ella 
escribía en las etiquetas qué cuadros, materiales y gamas había en cada una. 
Sin saber por qué, la miré de soslayo. Todo el mundo me decía que mi 
madre parecía muy joven para tener hijos de veinte años, y no les faltaba 
razón. Siempre llevaba la melena rubia suelta o atada en una coleta, un 
maquillaje ínfimo, pendientes grandes, ropa suelta y de colores naturales… 
Le gustaban esas cosas, y le hacían parecer más joven de lo que era. No 
obstante, en cuanto hablaba parecía mucho mayor. 
Mamá se volvió al notar mi mirada, y yo la aparté enseguida. 
—¿Va todo bien? —preguntó con curiosidad. 
—Sí, como siempre. 
Para excusar mi silencio, recogí dos cajas de golpe y las llevé al otro lado 
de la sala. Ella se acercó para ponerles la etiqueta. 
—Mike me ha comentado una cosa —murmuró precavida. 
—¿Que fui a su concierto? 
—Y que fuiste con alguien, más específicamente. 
Pues claro que se lo había contado. Menudo bocazas. 
—Fui con Will, Naya, Sue… los de siempre. 
—Si no quieres decírmelo, no me lo digas. Pero haz el favor de no 
mentirme. 
—Vale, fui con una chica que ahora vive con nosotros. ¿Contenta? 
Desde luego, lo pareció. Esbozó una pequeña sonrisa mal disimulada y 
pegó la etiqueta a la segunda caja. 
—Ya veo. 
—No ves nada, porque no te he contado nada más. 
—Y como no me cuentas nada más, tengo que tirar de mi imaginación. 
A mamá le hacía mucha ilusión que tuviera pareja. O, mejor dicho, que 
abandonara el estilo de vida que había llevado hasta el momento. Si eso 
implicaba conocer a alguien que me ayudara a dar ese paso, ya le parecía 
bien.

—Piensa lo que quieras —mascullé, un poco a la defensiva. 
—No te enfades, Jackie… 
—Pues deja de meterte en mi vida como si, por primera vez, te 
interesara. 
Con un golpe seco dejé una caja, me sacudí el polvo de las manos y me 
volví hacia ella. No me di cuenta de mi dureza hasta que vi su expresión 
dolida. Mierda. Cerré los ojos un momento, con la esperanza de que al 
abrirlos mi mirada se hubiera suavizado un poco. 
—Lo siento, no quería decir eso. 
—No pasa nada, sé que no querías decirlo. 
Aun así, su entonación había expresado cierta tensión, como la mayoría 
de las veces que hablábamos de cualquier cosa que no fueran películas, 
cuadros o fotografía. 
—Es una amiga —le expliqué, tratando de calmar las aguas—. No es mi 
novia ni nada, pero… vive con nosotros. Y nos llevamos muy bien. 
No entraría en detalles, obviamente, pero leí en su sonrisa que lo había 
entendido. 
—¿Te lo pasas bien con ella? 
—Mucho. 
No te haces una idea. 
—Pues eso es lo más importante, Jackie —aseguró—. Quédate con la 
gente que te haga sentir bien. 
Sumido en mis reflexiones, la ayudé a transportar el resto de las cajas, y 
mientras ella colocaba la pegatina a la última, murmuré: 
—Me obliga a hacer la cama todos los días. 
Mamá levantó la cabeza y sonrió. 
—¿Tú?, ¿haciendo una cama? 
—Sí, sí… 
—Pero ¡si eres don «¿para qué?, si luego la voy a deshacer igual»! 
—Pero a ella le gusta.



#5065 en Novela romántica

En el texto hay: humor, amor, amistad

Editado: 31.12.2023

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