El viento agitaba las ramas de los árboles con violencia. Pequeñas gotas de lluvia comenzaban a caer de manera casi imperceptible. Eran las ocho de la tarde, y la mayoría de las personas estaban en sus casas disfrutando de una película o un libro, o en algunos de los bares/salas de la zona. No era un día para caminar por las calles. Sin embargo allí, bajo el amparo de un porche, tres jóvenes se resguardaban.
—No teníais que venir a acompañarme —dijo Nicholas molesto.
—Oh, venga ya. ¡No queremos perdernos esto! —exclamó un joven muy parecido a él, solo que con el pelo más oscuro, de menor altura, algo escuálido y con un estilo bastante informal que contrastaba con los otros dos.
—¡Federico Varela! —reprimió el tercero.
Este era el que menos se parecía de los tres. Su aspecto era cuidado, al igual que el de Nicholas, pero su cabello era negro como el azabache, y sus ojos marrones color miel. Su piel estaba ligeramente bronceada, pero no había ni una sola mancha causada por el sol que marcase su rostro.
—Disculpa san Damián —bromeó Fede—. Venga ya, ¡vamos a entrar! Quiero ver como es la chica—comentó alegre—. Quién sabe, ¡quizá este buena!
Nicholas se giró serio hacia su hermano.
—Ni lo pienses, es la hija del señor Avellaneda —le advirtió molesto.
—Nicholas, no te preocupes, Fede tan solo bromeaba, ¿verdad? —dijo el hermano mediano tratando de rebajar el ambiente.
Fede asintió con la cabeza, aunque en verdad no bromeaba. ¡Un dulce nunca amargaba! ¿Por qué Nicholas siempre era tan correcto? Para él, el hecho de la chica fuese la hija del señor Avellaneda tan solo hacía que la idea de acostarse con ella fuese más excitante. ¡La hija de uno de los mayores capos del país! El pequeño de los Varela estaba seguro que hasta a su hermano mayor se le había pasado eso por la mente, ¡era imposible no pensarlo!
—Sí, era una broma —mintió sin excesivas ganas de sonar convincente—, pero de todas formas creo que deberíamos entrar. ¿Cómo la vas a proteger desde aquí? —preguntó.
Esta vez Fede sí que se esforzó. Quería entrar en esa sala, ver a la chica que iba a quedarse en su casa durante el tiempo que el señor Avellaneda estuviese fuera, y ¿por qué no? Pasarlo en grande en esa fiesta.
Nicholas miró molesto a su hermano, no quería entrar dentro ni hacerse cargo de la chica. Él no era el canguro de nadie. Tenía negocios que atender y esa chiquilla solo le complicaría la vida.
—Nicholas, Fede tiene razón. Lo mejor es que entremos —comentó Damián ante la cara de sorpresa de su hermano pequeño.
Damián siempre solía estar de acuerdo con Nicholas, aun cuando no llevaba la razón, este siempre lo defendía. Fede siempre había sido el elemento discordante de la familia. El dolor de cabeza del mayor de los Varela.
—Está bien —respondió Nicholas resignado.
El chico sabía que tarde o temprano debería ir a conocerla, así que al menos con sus hermanos la situación sería mucho menos incómoda. Y seguramente Fede y Damián serían sociables con ella, lo que le ahorraría a él tener que serlo.
Los tres se dirigieron a la puerta del local, el portero nada más ver a Nicholas se apresuró a abrir la puerta y los dejó entrar sin mediar palabra.
La música, a todo volumen, retumbaba en la habitación imposibilitando cualquier tipo de conversación. La sala estaba repleta de jóvenes que, bajo sus mejores galas, se encontraban en un estado de embriaguez preocupante y que bailaban de forma despreocupada. Nicholas tomó aire, esos eran precisamente el tipo de personas con los que él había evitado juntarse toda su vida... Fede, por el contrario, estaba en su salsa.
De un momento a otro la música cesó y una joven de piel bronceada, con el cabello negro y liso que le llegaba hasta la cintura cogió el micrófono. Fede miró atento a la chica. Esta llevaba un ceñido vestido negro con algo de pedrería. Se mordió el labio inferior y golpeó con el codo a Damián, quien le dedicó una mirada asesina.
—Compórtate —le dijo entre dientes.
—Sé que todos queréis seguir con la fiesta, pero dedicadme unos segundos —dijo la chica con una espléndida sonrisa—. Hoy todos estamos aquí para celebrar el cumpleaños de nuestra Ginny, así que cariño, ¡sube aquí y sopla las velas! —exclamó feliz mientras un grupo de trabajadores de la sala entraban con una mesa en la que había una tarta de cuatro pisos impresionante.
Damián observó la tarta, sin duda era original y decía mucho de la chica. En el piso de abajo estaba la reina de corazones jugando al croquet con un flamenco; el segundo piso era un reloj; el tercero un sombrero; y coronando la tarta estaban Alicia y el Sombrerero.
Todos empezaron a aplaudir mientras una joven de estatura media, piel blanca como la porcelana y cabello ondulado y rojizo subía junto a la chica y se fundían en un abrazo.
—¡Muchas gracias! —exclamó visiblemente emocionada mirando la tarta—. Barbie, te has pasado con la tarta, casi me da hasta pena cortarla —susurró al oído de su amiga con una gran sonrisa.