“Mi vida no puede estar peor”, pensé cuando me levanté la mañana siguiente, recibiendo un rayo de sol en mi rostro. Aún no estaba segura por qué, pero había quedado inconsciente la noche anterior cuando Devin, el demonio, había comenzado a beber de mi sangre. Examiné mi cuerpo, tratando de encontrar otras marcas pero, afortunadamente, solo estaba el corte en mi pierna y, alrededor del mismo, una aureola oscura como la que había tenido alrededor del ombligo la mañana anterior.
¿Qué significaba esa marca? Fuese lo que fuese, seguro tenía que ver con mis desmayos. Igualmente, tal vez era mejor que hubiese sucedido así. Vaya Dios a saber qué más me pudo haber hecho. No podía dejar de preguntarme eso.
Pero se iba a volver a repetir… ¿O no? Sí, Devin había prometido volver una y otra vez. Era un demonio y haría todo lo que se le diese la santísima gana conmigo, y yo debería obedientemente dejar que él lo hiciera porque… porque tenía miedo que matase a alguien que yo quería. No era justo. Realmente era una pesadilla tener que vivir de esta manera todos los días.
Sabía que no podría soportarlo por demasiado tiempo. Algo me decía que tenía que actuar y hacer algo para detener a ese perverso ser. Ese mismo día iría a la iglesia a hablar con el sacerdote. Tal vez él podría decirme qué hacer para deshacerme del demonio y me ayudaría a protegerme, o quizás sabría de alguien que pudiese detenerlo. Esa era mi única esperanza.
Me levanté de la cama y me tambaleé, casi cayéndome al suelo. Estaba muy débil, por lo que llegué a la conclusión de que Devin seguramente se estaba alimentando de mi energía. Las dos veces que había estado con él me había desmayado y había despertado debilitada; ahora incluso más que la mañana del día anterior. Así como los vampiros se alimentan de la sangre humana en las películas, ese demonio se estaba alimentando de mí, pero de mi energía, de mi fuente de vida, además de beber también un poco de mi sangre.
A duras penas logré llegar al baño. Hice pis y me cepillé los dientes. Mirándome al espejo me di cuenta que me veía aún peor que el día anterior. Creo que si un niño me viera, pensaría que estaba presenciando una aparición, o un zombi. Tal vez esa era la palabra más adecuada para describir mi mísero estado.
Me lavé la cara y decidí darme una buena ducha antes de bajar a la cocina. No quería que mis padres me vieran de esa forma. Me duché y vendé la herida que el demonio me había dejado que, a decir verdad, me ardía en gran manera, como si fuera una quemadura en vez de un corte. Creo que esa era la misma sensación que había sentido también en mi ombligo.
Sorprendentemente, me sentí mucho mejor una vez que me había duchado. Hasta podía caminar con mayor facilidad, y logré disimular lo débil que estaba cuando bajé las escaleras hacia la cocina. Necesitaba desayunar algo para recuperar mis fuerzas.
Timmy estaba sentado en la mesa, garabateando en un papel. Mi hermano tenía quince años y a veces podía ser realmente molesto, pero yo lo quería muchísimo y no dejaría que nada le sucediese. Él siempre había sido importante para mí y siempre había sentido el deber de protegerlo, como toda buena hermana mayor.
Timmy levantó la vista cuando me vio entrar a la cocina. No se lo veía muy contento conmigo, seguramente por el reto que mi madre le debía haber proferido la noche anterior.
—Celeste —me dijo, mirándome de reojo—. Yo no escribí nada en tu espejo.
—Lo sé —le dije, mientras sacaba una caja de leche de la heladera.
—¿Entonces sabes quién lo ha hecho? ¿O lo has hecho tú misma para que mamá me rete a mí?
—¿Qué es lo que dices, Timmy? No, no lo he hecho yo, ni sé quién fue. Solo estoy segura que no lo hiciste tú.
—¿Cómo lo sabes entonces?
—No sé —le dije. No podía contarle que un demonio lo había hecho porque disfrutaba acosarme, entonces me quedé mirándolo por unos segundos, pensando qué decir—. Porque tú no me dirías que no lo hiciste si lo hubieras hecho… Al menos no de esa forma. —Timmy sacudió la cabeza.
—Sí, seguro. Como digas —me dijo con sarcasmo.
—¡En serio! —exclamé, mientras me servía leche en un vaso y me preparaba una rodaja de pan con mermelada—. No sabes mentir. Nunca lo has hecho bien.
Tenía razón, pero mi explicación no le resultó convincente a mi hermano, quien salió de la cocina y subió las escaleras para ir a su cuarto.
Desayuné lentamente, descubriendo que me molestaba un poco la garganta al tragar. Luego decidí que no perdería el tiempo e iría a la iglesia católica de mi barrio. Nunca me había gustado ir a ese lugar, pero de vez en cuando mis padres nos obligaban a ir, generalmente para viernes santo y navidad. El sacerdote de esa iglesia me caía bien, y era bastante atractivo a sus treinta y pico de años. Me parecía la mejor opción antes de tener que ir a una iglesia que estuviese más lejos, más que nada en el estado de debilidad en el que me encontraba.
Le dije a mi madre que me iba a la biblioteca a investigar un poco para un proyecto y salí de casa. Eran ya cerca de las diez de la mañana y el día estaba gris y oscuro, demasiado para mi gusto. Comencé a caminar rumbo a la iglesia, realmente esperanzada con que el sacerdote podría ayudarme. ¿Quién más si no? Mis piernas no tenían demasiada fuerza, por lo que debía caminar con lentitud, pero no demoraría más de unos cinco minutos en llegar a destino.