Tu sombra es mi reflejo

Sobre la finalidad del amor

Albert

      Siempre me imaginé los sentimientos como huéspedes indeseables que engullían el juicio de una mente sana, con largas extensiones de nostalgia que se extendían y enredaban entre las articulaciones, obligándote a mover y actuar de forma estúpida, dependiendo de tu estado emocional.

       Hechos simples como demostraciones para explicarlo de alguna manera, podría ser en aquellas ocasiones en las que actué de forma arrebatada; golpeando el rostro de alguien por defender mi gobierno sobre el culo de Rebecca, quemando mierda frente a la puerta de algún chico rico para terminar durmiendo sobre un pestilente suelo encarcelado tras una reja y terminar fornicando con la novia de mi mejor amigo para demostrarle cuán zorra era.

      En mi vida me fui quedando cada vez con menos amigos por seguir mi convicción de que Rebecca era lo único que importaba, y así fue, hasta el nacimiento de Sofía, donde por primera vez agradecí a dios por darme la oportunidad de nacer y por permitirme vivir estos resignados y acerbos 45 años, sólo para llegar a conocerla. Yo le enseñaría todo lo que hubiera que enseñarle y la educaría como siempre quise ser, dándole todo lo que siempre quise tener.

      Me di cuenta desde los pocos meses de nacida, que no podía evitar menearse con la música de Steven Tyler que Rebecca solía reproducir en la computadora, y de que ya intentaba imitar sonidos al ritmo de la canción, así que le compré posters, discos e incluso un reloj de mano forrado de cuero con la firma impresa del cantante, que mantenía sobre su mesita de noche, todo para fomentar su pasión.

      El tiempo pasó y los problemas y discusiones con Rebecca trascendieron hasta volverse cada vez más frecuentes y arrebatados conforme Sofía se volvía más hiperactiva, dimitiendo a menudo de cuidar de su propia hija cuando mi trabajo requería algunos días de mi ausencia en casa. Mi vida se convirtió en un arrebato de gritos y platos rotos que el demonio con el que me casé le atribuía a mi incapacidad de conseguir dinero suficiente para solventar sus gastos innecesarios y nada responsables.

      Y llegó el día de su partida, cuando al entrar a casa me encontré a Sofía dormida en su cuna, las cosas de Rebecca ausentes y las mías en el suelo. El reloj de Sofía estaba junto a la puerta y presumí de imaginar que había tratado de llevarlo consigo, antes de que se le resbalara y cayera sin darse cuenta. Busqué algún pedazo de papel donde explicara sus argumentos recriminando mis acciones y antecedentes turbios que explicaran su marcha, pero no encontré el más mínimo rastro de que quisiera comunicarse conmigo, aunque fuera sólo para despedirse.

      Cuando comprendí lo que cambiaría en nuestra vida a partir de entonces, no pude evitar esbozar una sonrisa de felicidad para con Sofía, ya que al fin ella sería sólo mi hija y aceptaba la faena que eso podría significar para un simple hombre que se disponía a todo por aquel amor que sentía. Dejé mi trabajo y me empeñé en la educación de Sofía. Ella aprendía con rapidez y gracia todas mis enseñanzas, y cada logro me enorgullecía tanto como el anterior.

      Esperaba que a partir de entonces el tiempo transcurriera más lento y pudiera disfrutar más de ella, pero cada día pasaba ante mis ojos tan rápido que no lograba notarlo y se consumían los momentos más felices, dejándome pensando si lo que había vivido fue real. Todos los días trataba de recordar lo feliz que había sido el día anterior, sin dejarme vivir en el presente y perdiéndome muchos cambios en la vida de Sofía.

      Se volvió una niña hermosa, tanto para mí como para el mundo que la observaba siempre que me acompañaba de la mano a comprar la despensa; bailaba por los pasillos tomando la kétchup como micrófono y cantaba “Cryin” para llamar la atención de la gente, volviéndola más hermosa y más aún, cuando me llamaba “papá”.

      Pero una vida perfecta no puede ser eterna.

      Dos años, siete meses y doce días fue lo que duró, cuando comencé a notar cómo decrecían sus habilidades, se volvía agresiva y hablaba cada más menos. Sus piernitas vencían ante su peso, como si de a poco estuviera olvidando cómo caminar y no sólo eso; parecía que estaba suprimiendo de sus recuerdos absolutamente todo, llegando a no reconocer a su padre estando a centímetros de ella.

      Cuando visitamos al Dr. Wayne, a sabiendas de que los niños no eran ni de asomo su especialidad, sí que nos ayudó notificándome algunos números telefónicos a los cuales llamar y direcciones a dónde acudir. La vida de Sofía se ajetreó cuando los doctores no encontraron nada relevante que pudiera dar indicios de algún padecimiento, pero siempre agendaban otra cita para continuar investigando.




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