Aunque no sea contigo

1. Un verano inolvidable

Ocho años atrás

—Relájate, no puede ser tan malo.

—¡Claro que lo es! Es de Dylan de quien estamos hablando. Nunca nos hemos soportado, ¿por qué lo haríamos ahora?

—Hace tres años que no lo ves, quizás ha cambiado. —Se encoje de hombros como si la cosa no fuera para tanto.

Hace siete años partió a San Francisco, para cursar la carrera en la universidad de allí. Se fue sin avisar. Sin despedirse. Sin enviar un solo mensaje. Los cuatro primeros años volvió para Acción de Gracias, desde entonces no sé nada de él más allá de lo que comentan mi madre y su padre.

—No lo ha hecho, Liv. Dylan es Dylan y lo será siempre.

—¿Y qué significa eso exactamente? —Ella lo conoce así que no sé a qué viene esa pregunta.

—Es arrogante.

—Tiene buena autoestima —puntúa.

—Es molesto.

—Le gusta hacerte rabiar.

—Pero, ¿qué pasa contigo? No me ayudas —lloriqueo dejándome caer en la cama.

Sé que quiere decir algo más, como siempre decide dejarlo para sí misma. No voy a insistir, no soltará prenda. Opto por rodar los ojos y rogarle a mi vocecilla mental que no la tome con ella, no sabe lo que dice.

Mi mejor amiga me mira como si estuviera haciendo un drama de un grano de arena. La realidad es que pasaré el verano junto a Dylan, en su casa en San Francisco. El drama está más que justificado.

Cuando hablé con mi madre días atrás y le dije que quería que este verano fuera inolvidable, no me refería a esto. Quería hacer un pequeño viaje con Olivia, disfrutar juntas de los lagos del sur y volver a casa después de tres semanas de ensueño. En nuestros planes entraba hacer hogueras en mitad del bosque, dormir en la caravana que le pediríamos prestada a su padre y bañarnos en aguas cristalinas a los pies de imponentes montañas. Sin embargo, todo quedó en eso. Un sueño.

—¿¡Eres consciente de que pasaremos el verano separadas!? —elevé la voz un poco exaltada. ¿De verdad no veía la gravedad del asunto?

Su risa resonó en la estancia. Mi vuelo salía en unas horas y seguía con la ropa esparcida por toda la habitación. Dos camisetas hacían de alfombra sobre los listones de madera del suelo, un pantalón colgaba de la lámpara alta que tenía junto al escritorio y algunos calcetines salpicaban el desordenado cuarto aquí y allá.

A Liv le parecía graciosa la situación, se dedicaba a reírse de mis quejas mientras me ayudaba a doblar la ropa e introducirla en la maleta que ella misma decidió bajar de la parte superior de mi armario. A veces me desespera la facilidad que tiene para adaptarse a las nuevas situaciones. Sortea los obstáculos que va encontrando en el camino sin cogerse grandes pasiones. No deja que los baches la intimiden, por muy grandes que sean.

El sonido de los nudillos de mamá golpeando la puerta de mi habitación hizo que mi corazón se encogiera un poco.

—Cariño, ¿ya tienes todo listo? —Su voz se apagó cuando la abrió por completo y vio el desastre que había causado mi rabieta de niña pequeña—. Ankala Brown, tienes diez minutos. —Era una advertencia que me dejó bien claro que si no terminaba de hacer la maleta me enviaría a San Francisco con lo puesto.

—Yo me ocupo —aseguró Olivia con una sonrisa amable, confiada en hacerme entrar en razón.

—Gracias, mi cielo.

Cuando la puerta se cerró, me senté como un indio en el suelo, crucé los brazos y me negué a hacer nada. No me iba a ir, no quería. No podían obligarme a pasar tres meses con Dylan. Tenía veintidós años, había terminado mi grado en educación y quería pasar el verano viajando, no conviviendo con mi hermanastro.

—No pienso hacer nada.

Vi cómo mi mejor amiga me miraba por el rabillo del ojo, se encogía de hombros y seguía con su tarea. Una tras otra, doblaba las camisetas, vestidos floreados y petos tejanos para luego introducirlos en la maleta. Creí que diría algo, es más, estaba esperando una charla motivacional que me hiciera cambiar de opinión, pero no salió nada de sus labios.

—¿No vas a decir nada? —susurré molesta sin perder mi postura de enfado, para que no se confundiera mi preocupación con una sutil aceptación de lo que estaba sucediendo.

—¿Qué quieres que te diga? Sabes lo que voy a decirte y sé que harás como si no te importara lo que sale de mi boca, aunque tenga razón.

—Es que no quiero ir, Liv. No tengo ganas de verlo de nuevo, de volver a lo mismo de siempre. Sé que es importante para mi madre, pero cómo le explico que no puedo reforzar un vínculo de hermandad con él porque nunca ha existido.

La pelinegra introdujo la última prenda y cerró la maleta. Tras avisar a mi madre de que podía bajarla y ésta le agradeciera en un susurro por todo, volvió a mí que seguía sin levantarme del suelo.

Sus ojos oscuros chocaron con el verde esmeralda de los míos y los llenó de amor.




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