Aunque no sea contigo

2. Una noche infinita

Mi habitación

Mi habitación. Esas cuatro paredes blancas sin ningún cuadro serían mi zona segura durante los próximos meses. Suspiré, intentando convencerme de que estar ahí era lo mejor que podía hacer. Quizás Olivia estaba en lo cierto.

Me dejé caer en la gran cama doble —situada en el centro de la habitación— que ocupaba gran parte del espacio. Las cortinas blancas ligeramente translúcidas ondeaban con el viento. El suave vaivén de la tela logró hipnotizarme por un momento cuando la puerta se abrió sin más y Dylan irrumpió en mi habitación sin pedir permiso.

—Me voy.

—¿Qué haces? ¿¡Eres consciente de que podría haber estado desnuda!?

—Deja el drama, Kala. —Rueda los ojos apoyándose en el marco de la puerta—. No te habría dado tiempo a desvestirte, acabas de entrar.

—Da igual. Pri-va-ci-dad. ¿Recuerdas?

—Sí, sí. Vamos, voy a enseñarte la casa antes de irme.

Me da la razón como si fuera estúpida y ahora se ofrece a enseñarme la casa. Pues va a ser que no.

—Pásalo bien —digo desde la cama con una sonrisa que no me llega a los ojos.

—Como quieras, hermanita —responde de la misma forma. Acerca la mano a sus labios, deja un beso y me lo lanza soplando la palma.

Idiota. Solo quiere sacarme de quicio.

—¡Vete ya! —Una almohada aterriza en su cara al tiempo que una carcajada emerge de lo más profundo de su garganta antes de salir de casa.

Paso el resto de la tarde deshaciendo la maleta. Coloco la ropa en el gran armario de mi dormitorio, pongo el cepillo de dientes en el baño que compartiremos, los perfumes en el tocador y alguna que otra crema.

Además, dedico algunos minutos a recorrer la casa. La puerta de entrada da a la cocina que está separada del salón por una gran isla de desayuno con cuatro butacas altas. La televisión es de proporciones exageradas y el sofá en forma de "L" tan grande que cabrán unas cinco personas perfectamente. Es espacioso y luminoso, quizás faltan algunas plantas aquí y allá, para añadir ese toque verde de vida, pero no está mal del todo. El pasillo de las habitaciones comienza junto al mueble de la tele. Tres puertas: dos a la derecha —su habitación y el baño— y una a la izquierda, mi cuarto. No era demasiado grande, pero sí más de lo necesario para una sola persona.

Tras hacerme un sándwich vegetal de atún con lo poco que había en la nevera, me enfundo en un peto vaquero, una camiseta blanca básica y salgo en busca de aventuras. Bueno, en busca de un supermercado, en realidad.

Las calles son desconocidas y cada esquina me parece similar a la anterior, pero totalmente diferente. Un par de turistas perdidos me preguntaron por un hotel que desconocía, una señora de pelo violeta me dijo que debía andarme con cuidado cuando anocheciera y una chica joven que pasaba por allí me acompañó hasta el súper más cercano cuando le pregunté por la dirección.

—Gracias.

—De nada, guapa. No te he visto mucho por aquí, así que supuse que no te vendría mal una guía en tus primeros pasos por la gran ciudad.

Su sonrisa genuina consiguió transmitirme algo de calma. Las puntas azules de su pelo ondulado le daban un aspecto juvenil y rebelde que encajaba perfectamente con la energía que desprendía.

—Soy Anya, por cierto.

—Kala —Acepto su mano extendida.

Pensaba que se iría por ahí en cuanto me dejara frente a la puerta del "Whole Food Market", pero en lugar de desaparecer, coge una cesta y comienza a hacer la compra conmigo.

—No eres de aquí, ¿verdad?

Niego cogiendo un par de envases de arándanos frescos.

—De Dakota del Norte.

Deja el pan en su cesta y me mira con una ceja en alto.

—¿En serio? Estás lejos de casa, forastera.

Me encojo de hombros añadiendo un par de frutas más.

—Supongo. ¿Y tú, eres de aquí?

Asiente orgullosa.

—Nací aquí. No aquí, aquí. En un hospital, tú me entiendes. No creo que a mi madre le agradara la idea de dar a luz entre latas de conserva.

Su comentario logra hacerme reír. Por alguna extraña razón siento que la conozco de antes. Es simpática, bastante extrovertida y le encanta gesticular. A primera vista, su pelo y piercings repartidos por su oreja y ceja, le dan un aspecto más tosco de lo que realmente es cuando cruzas un par de palabras con ella.

Conversamos sobre los parques, miradores y sitios de interés de la ciudad. Me recomienda como diez restaurantes que, según ella, valen su peso en oro y se ofrece a acompañarme a casa.

—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe?

—Segura, desde aquí logro ubicarme. Vivo a un par de manzanas, no te preocupes.




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