La luz que entra por la ventana es suficiente para perturbar mi descanso. Abro los ojos con hastío, llevando la yema de los dedos a la cien con el propósito de aliviar el dolor martilleante. La cabeza me palpita con tanto furor que temo estar matando las pocas neuronas que me quedan para seguir tomando buenas decisiones, si es que alguna vez llegué a tenerlas.
De golpe —como si acabaran de darme una bofetada sin mano— me doy cuenta de que lo que me rodea no es mi cuarto. Miro a un lado y a otro, intentando localizar las ondas chocolate de la dueña de la habitación, pero lo único que encuentro es una pastilla junto a un vaso de agua en la mesa de noche de mi derecha.
Mato la media sonrisa que amenaza con florecer antes de cogerla de la mesa y hacer lo propio. El agua fresca recorre mi garganta reseca que comenzaba a raspar. La resaca no es buena para nadie.
Arrastro los pies por el pasillo, sin muchas ganas de nada. No recuerdo exactamente qué sucedió anoche y posiblemente sea mejor así. Flashbacks inconexos se presentan ante mí, pero sí hay algo que se me quedará marcado a fuego hasta que muera: la sensación de opresión que sentí al ver a Kala en el suelo del rellano abrazada a sí misma.
Recuerdo que tras analizar su estado y asegurarme de que no había rastro de heridas ni lágrimas secas en sus mejillas, pasé más de veinte minutos sentado frente a ella. Observándola en silencio como un acosador nocturno. El alcohol me empujaba a decirle todo lo que sentía, pero mi consciente me paraba. Creo que incluso me caí al suelo cuando golpee mi frente intentando sacar las ideas suicidas que tenía de decírselo todo.
Al llegar al salón, la imagen de una dormida Kala echa bola en el sofá, acelera mis latidos. El pelo cae revuelto sobre todo el cojín que actúa de almohada, sus labios están ligeramente abiertos y sus piernas flexionadas al pecho. Parece un pequeño feto no nato flotando en líquido amniótico, claro que más grande, sin flotar y sin ser un bebé. Vale, puede que no se parezca nada a un feto. Incluso, puede que siga algo borracho.
Paso más tiempo del que me gustaría apoyado en la pared del salón, no porque me cueste mantenerme en pie, que también, sino para admirar el suave vaivén de su pecho. La paz que transmite durmiendo es algo a lo que nunca me acostumbré y siempre eché de menos.
Siempre eché de menos. Siempre. El pensamiento me asusta, pero no deja de ser la verdad. No pude renunciar a ella. Por mucha tierra que pusiera de por medio; por mucho tiempo que dejara pasar.
Mis dedos apartan los mechones que se elevan con cada espiración y vuelven a chocar con su nariz en las inspiraciones. Paseo la yema del pulgar por su mejilla sonrosada, observo el ligero temblor de las largas pestañas que protegen sus ojos y dejo la mano ahí, acunando su pequeño rostro desaliñado.
El suave contacto remueve recuerdos que creía bien olvidados. Contra todo pronóstico, dejo que mi mente vuele sin techo, recree momentos felices y se suma en la mierda más profunda; solo para recordarme que es un sucio espejismo que nunca volverá a ser real. Porque Kala no volverá a estar entre mis brazos.
Me aparto como si su piel quemara. En cierto modo lo hace. Es un dolor placentero capaz de destrozarme antes de volverme adicto. El tipo de dolor al que terminas acostumbrándote; el que te consume sin que te des cuenta.
—Kala...
Sus ojos se remueven bajo los párpados, pero no los abre. Una sonrisa adorna sus labios cuando vuelvo a intentarlo y mi corazón da un vuelco. ¿Pero qué coño me pasa? Mi dinámica con ella no debe ser esta, tengo que meterme un poco con ella, protegerla y hacerla rabiar, eso es lo que hacen los hermanastros, ¿no?
Me levanto cual resorte recién activado. Vuelo hacia la cocina en busca de un vaso de agua que posteriormente le lanzo a la cara.
—¡Pero qué haces! ¿¡Eres tonto o qué te pasa!? —grita furiosa haciendo grandes aspavientos con los brazos mientras se incorpora.
—Buenos días, hermanita —respondo fracasando en el intento de no mirar la empapada tela blanca que se pega a cada centímetro de su piel, marcando los pezones duros que el frío se ha encargado de poner firmes.
La Kala que conozco saltaría con alguna queja o farfulleo furibundo en el que me recordaría que no somos hermanos, pero esta chica no es la misma que dejé años atrás en el pueblo.
Mi pecho se desinfla cuando lo único que consigo es hacerla rodar los ojos y huir dirección a su habitación. Esta no es mi Kala. Es más, puede que mi padre tuviera razón y nunca debiesemos haber sido nada mío.
Tras una ducha, me enfundo en lo primero que encuentro en el ropero y le envío un mensaje a Julia. Se merece una disculpa y yo necesito arreglar algo de lo bueno que me queda en la vida.
Estoy a punto de irme, abrumado por mis pensamientos, asqueado con la situación y frustrado con la forma en la que todo se ha torcido, cuando su voz me detiene.
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Editado: 31.08.2023