Como Una Revelación
Ochenta y dos, ochenta y tres, ochenta y cuatro.
Eiden González contaba en su mente las veces que elevaba la barra y la mantenía recta sobre su pecho con sus fuertes brazos totalmente estirados. Descendiendo y ascendiendo, descendiendo y ascendiendo se mantuvo en un firme ritmo de implacable exigencia física.
Su mente vacía de todo. Activado en el modo no perder la cuenta de su imperiosa necesidad de exprimirse todo el jugo posible. Ignorando la quemazón de sus brazos, hombros y el pecho. Ignorando el murmullo de voces masculinas, el tintineo de las demás máquinas, el estruendo de puñetazos y el vulgar lenguaje de algunos instructores que arengaban a sus ansiosos clientes atiborrados de esteroides.
Llevaba siete años haciendo lo mismo y había aprendido a supervivir bajo una fuerte disciplina mental y física. Para mantenerse cuerdo.
Noventa y ocho, noventa y nueve, Cien.
Estaba esforzándose en mantener su respiración controlada. El sudor corría como río por su frente y pecho. Sus músculos comenzaron a temblarles. Se forzó aún más a sí mismo, llegando a los ciento veinte y llevando hasta el límite su capacidad de aguante. Con un doloroso gruñido elevó la barra hasta hacerla descansar sobre los soportes de seguridad. Sus brazos ya no soportaban el peso de su cuerpo y cayeron bruscamente a los lados de su agitado cuerpo mientras recuperaba la respiración y capacidad de movimiento.
No tenía idea de cuánto tiempo había estado en el gimnasio. Cerró los ojos con cansancio y se olvidó de bloquear su mente. Fue un garrafal error. Con estruendoso dolor las imágenes que formaban parte de sus constantes pesadillas aparecieron, entumeciéndole el cuerpo por completo. Su madre…
La garganta le quemó por la instantánea rabia que se apoderó de él. Luchó para contenerse de pararse de la banca e ir a golpear al inútil de pacotilla que no terminaba por aprender a golpear el estúpido saco de boxeo como le enseñaba el instructor.
Había ido al gym con la intensión de quitarse de encima algo del estrés y el mal humor que lo estaba volviendo loco.
Pero definitivamente su mente no estaba dispuesta a darle descanso. Con lentitud se levantó mientras tragaba duro la amargura, frustración e intensa decepción que acompañaban al paquete de porquerías que tenía por emociones.
¿Y quién es el culpable de todo imbécil?
Él era el único responsable, por supuesto.
Pensó que en España se le iba a hacer más fácil de sobrellevar todo, pero se equivocó. Cada año era más duro, las pesadillas eran más reales. Se despertaba gimiendo como un bebé desesperado por sentir el abrazo cálido de su madre.
Pero eso no iba a ocurrir.
Saltando de la banca comenzó a alejarse del barullo del gimnasio. Pasó rápidamente por las duchas y se cambió a unos Wrangler azules y un suéter manga larga Hudson Outerwear, metiéndose al final en sus botas Caterpillar favoritas. Se aplicó el desodorante y se roció su perfume Cool Water de Davidoff para oler de lo lindo. Su cabello no necesitaba atención, tenía su caída y aunque Eiden lo intentara acomodar de otra forma, jamás lo lograba, así que lo dejaba y ya. Tomó su Samsung GS9 de uno de los bolsillos de su bolso de deporte y vio cinco llamadas perdidas de su primo Rick.
Había regresado a Venezuela acompañado de su primo Rick. Agradecía profundamente el sacrificio que había hecho su primo.
Fue justo el 22 de julio cuando Eiden recibió la llamada que nunca esperaba recibir. Su padre estaba enfermo. Su hermana Eliza le había hablado fríamente para entregarle el mensaje que su padre Rodrigo le mandaba. Rodrigo quería ver a Eiden antes de morir.
Poniendo en práctica todo su conocimiento de autocontrol físico y mental, Eiden había recogido sus cosas y se había montado en un avión rumbo a Venezuela.
Impulsado por el temor de tener que despedir a su querido tío Rodrigo, Rick había hecho arreglos en su trabajo y demás responsabilidades para viajar con Eiden, y Eiden sospechaba que Rick sabía que no sería nada fácil su reencuentro con aquellas tierras. Y con los González.