En la isla bendita de Cunábula, al atardecer del día de la purificación del sol, la celebración se encontraba en pleno apogeo. Esta fecha, la más importante del año, era celebrada por todos los habitantes del reino, quienes, sin importar su raza, estatus o edad, participaban en alguna o varias de las actividades que se desarrollaban durante ese día.
Este antiquísimo culto, el día de la purificación del sol, estaba estrechamente vinculado al solsticio de verano y representaba una demostración contundente del amor y respeto de cada individuo de la isla por su nación. También era una oportunidad única para la renovación espiritual y el reforzamiento de vínculos entre los participantes de la solemne fecha.
Precisamente, abarcando este último aspecto, la Gran Procesión, organizada por la Cofradía del Templo, se erguía como la actividad más destacada entre todas las que se llevaban a cabo ese día. Recorriendo toda la isla, el gran patriarca y los principales sacerdotes del templo viajaban de comarca a comarca, purificando la tierra de cualquier corrupción mágica. Acompañados también de músicos y de las multitudes de seguidores, esta maratón de fe, desde el amanecer hasta el atardecer, representaba vivamente el saludable espíritu de la nación.
Además de esta gran actividad, existían otras que podían llevarse a cabo ese día, aunque su significado e importancia variaban según los grupos particulares de personas que las realizaban. Tal era el caso de la hoguera de la purificación, el salto de fe, el andar lunar, entre otros.
No obstante, ajeno a toda la festividad que inundaba el aire de esa tarde, una figura insospechada observaba a lo lejos la celebración.
Desde uno de los miradores en la cima de la montaña más alta de la isla, esta pequeña y peculiar figura, apenas visible, contemplaba cómo transcurría la ceremonia bajo sus pies.
Mitad inferior de león, mitad superior de poni, era una criatura nativa de la isla: un “leoponi”.
Más precisamente, un joven leoponi.
Pertenecientes a una de las seis razas principales que habitaban la isla de Cunábula, los “leoponis” constituían una especie heterogénea, distribuidos en todos los niveles sociales del gobierno feudal que dominaba el reino. Sin un liderazgo claro dentro de sus propias castas, mantenían una ligera mayoría entre los miembros de las fuerzas de seguridad ciudadana y el ejército.
A pesar de su expresión severa y porte marcial, el joven leoponi que observaba desde el mirador no pertenecía a ninguno de esos grupos.
Pertenecía a uno aún más importante.
Era un aprendiz de la Hermandad de Caballería, el grupo de élite encargado de asegurar la seguridad y prosperidad de Cunábula. Formados en magia y estrategia, los miembros de la Hermandad de Caballería ocupaban, sin excepción, los puestos más relevantes en el gobierno de la isla, llegando a ser generales, consejeros reales y grandes jueces. Ser elegido para esta orden era un honor en todos los niveles sociales.
Y no podía ser de otra forma, ya que los escogidos para la Hermandad de Caballería tenían también la posibilidad de alcanzar el título más alto en el reino: ser llamados “Caballeros del Orden”, la mayor distinción de virtud para un miembro de cada una de las seis razas que habitaban la isla.
Muchos niños (e incluso adultos) soñaban con pertenecer a esta élite de la élite.
Sin embargo, el joven leoponi, inmóvil frente al panorama debajo de él, no estaba soñando, tampoco se encontraba en una misión especial de su selecto grupo, ni mucho menos disfrutando en privado del jubilo del dia.
Estaba sinceramente preocupado.
"¡¿Cómo pueden estar celebrando en medio de la crisis en la que estamos?!", gritaba en su interior el joven leoponi, con una amarga expresión en el rostro.
La causa de su aflicción se hallaba a sus espaldas, o más bien, en lo que no estaba a sus espaldas.
Allí, en la cima más alta, se alzaba el Templo Sagrado de Cunábula, que brillaba con un fulgor sobrenatural. En su interior se guardaba la magia más poderosa del reino: la magia del árbol de la armonía. Durante aquel día, el templo estaba protegido por una bendición mágica, volviéndolo impenetrable y aumentando el poder de todos los habitantes de la isla. Su resplandor reflejaba la fe del pueblo en su nación y su patriotismo, alimentando a su vez el velo mágico que ocultaba y protegía a toda Cunábula del mundo exterior.
Por supuesto, este lugar tan importante no carecía de guardias. El joven leoponi y todos en el reino sabían que el templo era custodiado ese día sagrado por los líderes de la Hermandad de Caballería. Sin embargo, en ese momento, los renombrados líderes, los "Caballeros del Orden", no se encontraban ahí.
Este era un suceso inédito en los últimos mil años y, como uno de los miembros más leales de la Hermandad, el joven leoponi consideraba esto profundamente perturbador.
Aun así, parecía que a nadie más le importaba. La celebración continuaba como si todo estuviera bien. El Gran Patriarca, líder de la Cofradía del Templo y provisionalmente también de la Hermandad de Caballería, no mencionó nada al respecto en su discurso de mediodía. El joven leoponi, preocupado, envió una carta solicitando refuerzos de seguridad, pero solo recibió una invitación para unirse a la Gran Procesión, junto con una recomendación de pasar el día con su familia y amigos.
Por supuesto, él no aceptó esa respuesta.
Sin muchas opciones a las que acudir, invitó a sus compañeros de la Hermandad de Caballería a participar en una vigilia por el reino. Vigilia que incluiria el ayuno de purificación, una prueba reservada solo para los más devotos, que consistía en no probar bocado durante todo el día, con el propósito de purificar el espíritu y aumentar el poder mágico.
Eso tampoco funcionó. Nadie acudió.
El joven leoponi se encontraba solo, abandonado por sus compañeros y acompañado únicamente por la incómoda compañía de su propia soledad.