Una densa niebla envolvía el horizonte esa mañana, extendiendo un velo gris sobre el paisaje. Desde el palco del majestuoso castillo real de Cunabula, el Rey Dal observaba con pesar el panorama. Aunque la niebla no le sorprendía, dada la estación del año, una parte de él había anhelado que esa mañana se presentara más radiante.
"¿Dónde te escondes, gran sol? ¿Por qué nos abandonas?" susurró con amargura el Rey, mientras observaba cómo la oscuridad de la niebla se extendía sobre la gran ciudad que se desplegaba bajo sus pies. Esas mismas sombras evocaban el peligro que acechaba al reino.
Cunabula se encontraba frente a la mayor amenaza que había surgido en los últimos mil años.
El cambio...
La medianoche había descendido sobre Cunabula. El reino que había recibido de su padre yacía moribundo, y no había nada que Dal pudiera hacer para detener el inexorable final que se aproximaba.
Los mil años de paz que habían caracterizado al reino llegarían a su fin con el último suspiro de ese día. Al amanecer, no habría más rey para gobernar, ni constitución que seguir, y sobre todo, no habría más Árbol de la Armonía para protegerlos.
"El ocaso de mi reino... el fin de Cunabula..." murmuró Dal. Aunque aún conservaba la corona, en ese momento se sentía tan desolado como cualquier otro habitante del reino. Una parte íntima de él deseaba dejar de lado la máscara de seguridad que siempre mostraba a sus súbditos; deseaba simplemente sentarse y permitirse llorar...
Justo cuando la tristeza comenzaba a empañar sus ojos, una voz resonó desde el interior de la habitación tras él.
"Su majestad, el Primado Dana ha llegado a sus aposentos y desea reunirse con usted", anunció una criada con reverencia.
"Sí, por supuesto. Que me espere en la sala, la recibiré de inmediato", respondió Dal sin voltearse. Una vez que la criada se retiró, Dal tomó una toalla cercana y limpió su rostro cansado. Después de un momento de frotar vigorosamente su cara, dejó escapar una exhalación profunda, liberando la tensión acumulada.
Al retirar la toalla, Dal volvió a ser el Rey Dal, soberano de Cunabula.
Con calma renovada, el rey Dal regresó a sus aposentos. La recién llegada invitada representaba toda la luz de esperanza que necesitaba en su corazón.
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Dana aguardaba impaciente en la sala la llegada del Rey Dal. El espacio, habitualmente reservado para los desayunos del monarca con otros miembros destacados de la sociedad de Cunabula, cobraba un aire distinto en aquel momento. Aunque las reuniones solían tener un carácter puramente ceremonial, sin connotaciones sentimentales, ese día prometía ser distinto.
Ella no habia acudido esa mañana para tratar asuntos con el Rey de Cunabula, sino para encontrarse con su hermano.
Pronto, la figura de un leoponi de avanzada edad se revelo al otro lado de la habitacion. Su melena, marcada por líneas rojas y naranjas, evidenciaba las tonalidades que habría lucido en su juventud. Su porte orgulloso se veía realzado por un manto celeste de bordes blancos, adornado con un bello broche con la forma del sol y la luna. En su cabeza reposaba una corona de hojas doradas.
En otras ocasiones, el invitado habría realizado reverencias al rey, pero aquella formalidad habría resultado excesiva para los intensos sentimientos de la joven Dana.
"¡DAL!" exclamó emocionada Dana, acercándose a su hermano y apoyándose en él con cariño.
"Dana, por favor, si el sueño no me ha derribado, tú lo harás", respondió con alegría Dal al recibir a su hermana.
"No bromees así, hermano. ¿Has logrado descansar?"
"No mucho, apenas una hora."
"Lo siento mucho. Tal vez debería haber venido más tarde."
"Para nada, hermanita. He tenido días más duros. Lo que realmente me preocupa es que mis consejeros no hayan dormido más que yo."
"Conociéndolos, es probable que aún estén en la cama."
"Espero que no", replicó Dal con una risa fresca, aunque en su interior albergaba auténtica preocupación. El día apenas comenzaba y, sin sus consejeros, no se sentía capaz de enfrentarlo.
"Vamos, hermano, desayunemos antes de que la mañana llegue a su fin."
"Sí, me parece bien."
Ambos se dirigieron hacia la amplia mesa de la sala, donde un delicioso desayuno aguardaba. La mesa se encontraba surtida con todo tipo de alimentos, como flores de cerezo con miel, nueces de mar y crocantes galletas de escolopendra. Pero ninguna de esas delicias llamó la atención del rey Dal, quien solo tenía ojos para su joven hermanita.
Dejando su corona a un lado de la mesa, tomó asiento mientras Dana le servía con elegancia té de eucalipto y le hablaba de varios temas triviales. Dal comenzaba a recordar varios buenos momentos del pasado cuando ella era más joven y su padre aún vivía.
"¡Hermano!" habló Dana con fuerza, sacando a Dal de su nostalgia.
"Oh, Dana, disculpa, aún me encuentro algo adormilado esta mañana. Tú, por otro lado, ¿has podido dormir?"
"Bueno, yo no tengo problemas con el sueño, soy un Primado, ¿recuerdas?"
"Ah, cierto, el entrenamiento", dijo Dal, distraído y preguntando sin pensar. Los Primados, miembros del templo de Cunabula, tenían un entrenamiento especial que les permitía conservar energía y mantenerse sin fatiga durante varios días seguidos. Dana, siendo una de las más relevantes entre todos los Primados del reino, sin duda contaba con esas cualidades.
Dal recordó entonces aquellos días en que su hermana entrenaba y él solo perdía el tiempo en sus excursiones en el mundo onírico.
Una expresión amarga surgió en el rostro de Dal, y su hermana lo notó. Pero antes de que Dana preguntara, él comenzó a hablar.
"Siento no haber estado contigo durante esos días."