Ubi sunt: ¿qué fue de quiénes vivieron antes que nosotros?

Los valientes

La edad mínima para ofrecerte voluntario para ser miliciano en Fruitvale era de doce años, algo que siempre había producido cierta controversia, pues algunos consideraban que un niño tomando un arma a esa edad era abuso. Aun así, varios se las ingeniaban para que sus hijos no se ofrecieran tan tempranamente para tal tarea.

Y ese no había sido el caso con Adela, quien esperaba una respuesta negativa de su madre ante tal propuesta, pero para su sorpresa, no fue así.

—Sabía que este llegaría —le contestó —. Eres igual a tu padre, pero qué se le va a hacer, naciste aquí.

Se sentó en una silla de madera que tenía y se llevó las manos a la cara. Adela se acercó donde ella y tomó sus manos revelando su cara. Ella miró a su hija.

—A veces me gustaría que hubiéramos vivido en otro lugar donde habríamos tenido mejor futuro.

La noticia también llegó a la familia Magon, pero no no impactó tampoco. Antonio también iba a unirse a la milicia, y también le aceptaron, al igual que su amiga. 

—Yo me siento mas tranquilo cuando los veo juntos —decía la abuela —. Son bastante independientes y maduros para su edad.

—Por mi está bien, solo espero que en cuanto se topen con alguno de esos desgraciados, le digas que esto es por la pierna de tu padre —dijo el Señor Magon.

La madre, por su parte, solo se limitaba a asentir.

El lugar de entrenamiento fue una ruina restaurada junto a una cancha que estaba junto a los restos de la antigua vía férrea que pasaba por un un paso superior. Ya se habían conseguido los uniformes y estaban todos en fila mirando a dos superiores.

—Señoras, señores, saben ustedes por qué están aquí. Lo han visto. Porque al otro lado de esta bahía unos canallas intentan asesinarnos. Y al otro lado de la cordillera al este también —comenzó la que era mujer.

—Aquí todos somos iguales, porque todos somos blancos de la mismas personas —continuó el que era hombre —. Recuerden que no solo pelean por ustedes, si no por todos los habitantes de Oakland, así que siempre tengan al que está a su lado en consideración. Fuimos una vez los oprimidos, y seguimos siéndolo, y actuaremos en consecuencia.

Adela y Antonio fueron de los únicos de su edad. El siguiente menor tenía catorce años y de allí para arriba los demás. Cuando se fueron a establecer en las habitaciones, varios comenzaron a llamarles "niños", ganándose de forma casi instantánea ese apodo. Esto a ellos no les importó, pues se notaba que lo hacían sin ofensa de por medio.

Los primeros entrenamientos consistieron en ejercicios físicos como flexiones, sentadillas, y llevar objetos pesados al hombro, ya sea cajas de manera solitaria, o troncos en equipo. Esto último sería algo normal, pero entre las diferencias de altura de los miembros, las distintas capacidades físicas, hacían que la coordinación fuese complicada. Mas todavía cuando todo se hacía estando con hambre y sed por orden de los instructores.

—Los citadinos son gente tan cómoda que tienen miedo de salir de su zona de confort —decía uno de ellos —. Los pioneros son solo unos idiotas que se consideran oprimidos porque "ay, me miraron feo en la escuela, soy diferente, merezco algo mejor", pero nunca ninguno de ellos ha experimentado la verdadera miseria que vivimos gente como nosotros, y la sufren cuando van a sus expediciones. Y la que ustedes sufrirán aquí será todavía peor para prepararlos para lo que se viene.

Cuando no era eso, les hacía tener que hacer simulaciones de patrulla en círculos por una zona, o quedarse vigilando un área por mucho tiempo, llegado al borde del aburrimiento. Otras veces les hacía realizar tareas cuando bajaba la temperatura con polera corta, para que así tuvieran que aclimatarse al frío. Y todo eso sin todavía haber usado un arma. 

De esta manera, cubrían los cuatro pilares de la miseria: hambre, sed, frío y aburrimiento, pilares que, según ellos, no eran cubiertos ni por soldados citadinos ni por rangers.

Y por lo mismo, los momentos de distención eran disfrutados cada vez que podían. Allí había un recluta que sabía tocar guitarra, y no paraba de interpretar varias canciones, incluyendo religiosas, para deleite de los presentes, que les acompañaban cada vez que sonara una que conocieran. Evidentemente Adela y Antonio estaban entre ellos, y hasta los demás les motivaban a que cantaran y todos les escucharan.

Unos meses después, armas en mano, les enviaron a algunos a patrullar el límite al sureste de Fruitvale. Según les habían dicho, habían detectado movimiento anómalo de fuerzas citadinas cerca de allí, así que enviarían algunas fuerzas para reforzar.

—El punto no es vayan a pelear —decía el oficial —, si no que hagan presencia. Si lo consiguen, es probable que lo piensen dos veces antes de intentar acercarse.

Adela fue con ellos. Hubo algunos que le cuestionaron el hecho de que un menor les acompañaran, pero les contestó que era tan reclutas como ellos, y que tenían que experimentar estas misiones como cualquiera. Marchó con ellos, con sus armas y equipamiento básico, como una cantimplora. Para el mediodía se habían establecido en las ruinas de un edificio de cuatro pisos, esperando y vigilando cualquier ataque. La única que se exponía mucho eran Adela, quien se asomaban de vez en cuando por la ventana, pero siempre le decían que no lo hiciera porque podría haber un francotirador. En un momento fue a la azotea y sintió una brisa llegando desde el sureste, y dejaron que golpeara suavemente su cara.

Todavía era la tarde, estaba mirando la ventana cuando de pronto vio una extraña nube que se acercaba desde la dirección del viento antes mencionado. Al principio le pareció que era una neblina sucia, cuando al acercarse notó un color mas amarillento.

Y entonces escuchó exclamaciones que venían de abajo y gente corriendo de forma caótica.

—¡Gas venenoso! ¡Corran! ¡Evacúen el edificio!




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