Estaba asfixiándose, por culpa de sus decisiones y de sus actos. Tarde o temprano todo parecía acumularse en su garganta y se le hacía imposible respirar. Samuel nunca elegía su víctima, pues no tenía la potestad de hacerlo. Solo tenía que cumplir las órdenes de aquel macabro ser que habitaba en sus pensamientos.
Pero todos juegan sucio y el monstruo no se quedaba atrás cuando se trataba de aquello.
Esa mañana cuando las imágenes le llegaron a la cabeza se sorprendió de ver a su madre muerta, con un cuchillo incrustado en su abdomen.
No estaba dispuesto a seguir el orden de los planes y eso le iba a costar muy caro.
Para rematar las cosas, se enteró de algo que le desagradó de sobremanera. La que fue su pareja estaba liándose con su mejor amigo y no le pareció bonito en lo absoluto.
Sí, podrán pensar que no era nadie para reclamar cuando iba a la casa de aquella prostituta, pero así era la vida. Así era él: egoísta.
Su mejor amigo estaba atado, tenía los ojos llorosos y la respiración entrecortada. Samuel lo iba a hacer pagar por cada gota de traición.
Le gritaba.
Una y otra vez.
La misma frase: me siento agobiado y perdido en un laberinto sin salida.
Así se sentía cada vez que escuchaba las risas espectrales y malévolas. Eran un claro recuerdo de lo perdido que se encontraba en la negrura que él mismo se encargó de sumergirse.
Con sus manos quitó la venda a su amigo de los ojos y este dejó de gemir asustado para llorar aterrado. Se irritó de sobremanera y le tapó la boca y la nariz con las manos. Este comenzó a revolcarse en busca de aire y cuando parecía querer desplomarse, Samuel lo dejaba respirar.
Quería que sintiera lo mismo que sentía todos los días desde la aparición de aquella cosa.
Y así lo hizo. Una y otra vez, sin descanso, alrededor de diez veces. Lo asfixiaba y lo dejaba respirar. Una completa tortura.
Y cuando se cansó de aquel juego lo metió de cabeza en un balde rebosante de agua. Tomas, su amigo. Aquel que lo acompañó desde su infancia se revolcaba bajo Samuel como un gusano asqueroso. El aire ya no se filtraba y temía respirar, siquiera intentarlo.
Ahora si sentía las garras que lo intentaban jalar al vacío. A la muerte. Y aunque no quería, no era decisión suya.
Murió. Samuel lo supo cuando ya no se movía. La realidad lo golpeó con brutalidad. No había concedido los deseos del monstruo y ahora este se las iba a cobrar muy caro. Estaba jodido. Muy, muy hundido en ese pozo sin fondo.
Lloró. Como nunca lo había hecho. Primero fueron gotas de silencio, pero después fueron cargadas de gritos de decepción. Comprendió que solo quería irse, lentamente. Estar en un lugar tranquilo, rodeado de la naturaleza y el frescor del aire.
Pero en aquellas cuatro paredes solo había maldad y colores oscuros. Y él, definitivamente, no era lo suficiente valiente como para acabar con su vida.