Alexander Marroquín
Desde hacía varios meses, su padre, el comandante militar Carlos Marroquín, a cargo de tres pelotones especializados, lo había amenazado con meterlo a la milicia si no lograba comportarse como era debido. Alexander tenía veinte años y estudiaba Leyes en la Ciudad de México, pero sus calificaciones eran bajas y le encantaba salir de fiesta y llegar en un deprimente estado de ebriedad a su casa.
Como era hijo de alguien respetable, nadie le decía nada y mucho menos en la universidad, puesto que sus padres se hacían cargo de solucionarlo con dinero de por medio, hasta que una calurosa noche de verano, rebasó la paciencia de su padre. Alexander iba ebrio, conduciendo su nuevo coche y con sus amigos, el grupo de jóvenes acababa de salir de una discoteca y se estrellaron en un local de comida callejera nocturna tras quedarse dormido al volante.
Hubo seis heridos y dos muertos.
Uno de los finados fue su novia, a quien no amaba, pero estimaba y que terminó con su vida por culpa del alcohol y el otro el dueño del local de comida.
La triste realidad fue que nadie apeló para hacerle justicia porque ese pobre hombre no pertenecía a la élite, y, por ende, no era de importancia para el país.
Y ni siquiera las influencias de sus padres lo salvaron de estar en prisión dos meses y pagar la indemnización de los demás afectados.
Tuvo suerte de que no fuera una condena mayor.
—¡Ya es suficiente! —le había gritado su padre con una vena palpitándole en la frente—. Te irás conmigo a la milicia, te guste o no, Alexander. ¡Es el maldito colmo!
—No fue mi intención, papá, yo no tuve la culpa, fueron Fernando, Daniel y Esteban quienes me embriagaron, tienes que creerme, por favor… —protestó Alexander, pálido como la nieve, mirando a su madre en busca de ayuda, pero ella bajó la mirada—. ¡Mamá, di algo!
Ella ya no podía seguir siendo la alcahueta para siempre, en especial porque él había rebasado el límite de estupidez, acabando con la vida de dos personas inocentes.
—Obedecerás a tu padre —logró decir débilmente su progenitora y se atrevió a mirarlo. Sus ojos estaban llorosos y enrojecidos—. Todo este tiempo cometí el error de intervenir por tus caprichos y mal comportamiento, pero ahora llevas las manos manchadas de sangre inocente, Alexander. Una de esas personas era tu novia, ¿acaso no te duele?
El joven se mordió el labio inferior, conflictuado.
—Claro que me duele —mintió—. Era mi novia, por Dios, yo la amaba.
—No —interpuso su padre con severidad. Su rostro estaba pétreo—. No amas a nadie que no seas tú, Alexander. Podrías sacrificar a tu propia familia con tal de salir ileso de los problemas y esa actitud no la permitiré más. Debí haberte enviado a la milicia desde que tenías quince años y no meterte a esa escuela de box que solo cultivó violencia en ti. —Hizo una pausa para no exaltarse más—. Y así…
—¿Y reparar los años de abandono por tu maldito trabajo de mierda? —espetó Alexander, levantándose del sofá. Su voz salió ronca porque tenía lágrimas reprimidas—. Desde que tengo uso de razón, nunca has estado realmente con nosotros. Mamá siempre lloraba en Navidad, en su cumpleaños, en el día de su aniversario de matrimonio o en otras fechas especiales porque tú no estabas para celebrarlo con ella, ¿por qué? Porque el trabajo siempre es más importante, ¿verdad? —Rió con sorna.
Su padre estaba impactado por sus palabras.
—El trabajo es primero que la familia, ¡Eso es una basura! Cuando mueras, te guardarán luto un par de días en donde trabajas y en una semana tendrán listo tu reemplazo, en cambio aquí en casa, estaremos de luto para siempre, en especial mamá, que es a ella a quien más falta le haces. A mí ya no, gracias a Dios. He logrado crecer sin una figura paterna a quien idolatrar y seguir —masculló.
Carlos Marroquín entornó los ojos y miró a su esposa que rompió en llanto nuevamente por las palabras de su hijo.
—No trates de enmendar tus errores conmigo. No va a funcionar —prosiguió Alexander, tragándose el coraje.
—¿Te volviste rebelde solo para llamar mi atención? —interrogó absurdamente su padre.
Alexander cerró los ojos, inhalando y exhalando hondo para calmarse.
—A la próxima que decida malgastar mi saliva para hablar contigo, elegiré hacerlo con un chicle —concluyó Alexander con decepción.
El chico pasó al lado de su padre, golpeándole el hombro a propósito y se encerró en su habitación.
Desde que ocurrió el accidente, el resto de sus amigos dejó de hablarle y a victimizarse, como si solo él tuviese la culpa absoluta.
En su mente, el momento fatídico del desastre volvía una y otra vez, que incluso, se sabía cada detalle del suceso pese no haber estado en sus cinco sentidos…
Era la quinta vez que salía a embriagarse con sus tres amigos y su novia, una chica muy hermosa, hija de padres empresarios que acababa de entrar a primer semestre de la facultad de Leyes, de nombre Paula Mazariegos.
La química entre los jóvenes no fue positiva, la chica se enamoró de él primero y Alexander aceptó salir con ella por la presión de sus amigos y la continua frase que le repetían: “Está buenísima, ¿ya le viste que preciosos ojos verdes tiene?”
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Editado: 19.08.2024