31 de diciembre de 1993
A partir de ese entonces, Alexander encontró en Sebastián a un buen amigo en quien confiar.
Dos días después de terminar el castigo, a primera hora de la mañana, fueron a las regaderas a ducharse y hallaron a uno de sus compañeros hecho un ovillo en un rincón del baño, desnudo, golpeado y temblando bajo el chorro de agua.
—Oye, Gustavo ¿estás bien? —Sebastián se acercó a él cautelosamente.
El susodicho dio un respingo y se abrazó a sí mismo con fuerza.
—¿Quién te hizo eso? —interrogó Alexander, apretando la mandíbula. Tenía una idea de quién pudo haber sido y esperaba equivocarse.
Pero Gustavo negó con la cabeza y un hilillo de sangre salió de sus fosas nasales. Sebastián y Alexander se enviaron miradas condescendientes antes de cerrar la regadera y pasarle una toalla.
—Debes decir quién te hizo esto —dijo Alexander—. De lo contrario, será el principio de un infierno para ti.
—No confíen jamás en José Luis Villalobos —balbuceó Gustavo, enrollándose en la toalla—. Es el demonio personificado.
Y antes de siquiera lograr preguntarle a qué se refería, el chico debilucho se echó a correr afuera de las regaderas como si su vida dependiera de ello.
—¿Quién es José Luis Villalobos? —inquirió Alexander.
—El idiota que se la pasó molestándote cuando recién entraste —bufó Sebastián, colgando su camisa junto a la toalla.
—Algo me decía que ese idiota había sido el que atacó a Gustavo —carraspeó Alexander, quitándose la ropa también—. No tenía idea de cuál era su patético nombre, pero se le nota en la cara que es un imbécil que quiere llamar la atención.
—Gustavo tiene razón en tener cuidado —acotó Sebastián, mojándose el cabello y escupió agua para poder seguir hablando—. Por lo que sé, Villalobos es de barrio. Fue pandillero antes de enlistarse como soldado.
—Me habría gustado tanto topármelo en la calle —expuso Alexander.
—¿Por qué?
—Él era pandillero, ¿no? —Sebastián asintió mientras se ponía shampoo—. Pues yo traigo atravesada una ira contenida que me encantaría descargarla sobre alguien. Lástima que lo haya conocido en estas circunstancias…
—Podemos arreglar eso.
Una tercera voz surgió de la entrada del baño e, instintivamente, Alexander se puso la toalla y Sebastián también.
—Vaya, al parecer nos tocó tener una pareja de maricas en el pelotón —se burló José Luis Villalobos y detrás aparecieron tres muchachos más, que eran sus amigos cercanos de ahí.
—Si se van a bañar, adelante, pero si vinieron a joder, lárguense —aseveró Alexander.
—¿Crees que, por ser hijo de alguien importante, te hace inmune a una paliza? —dijo José Luis Villalobos, esbozando una sonrisa burlona.
Alexander dio un paso adelante, pero su amigo Sebastián lo detuvo del brazo.
—No caigas en su provocación —le advirtió—, o estaremos de verdad en problemas.
—De todas maneras, nos van a joder —masculló entre dientes—. Ya nos acorralaron.
Villalobos contaba con gran masa muscular y era unos cinco centímetros más alto que todos, pero a Alexander era lo que menos le preocupaba. Estaba cansado y fastidiado.
En el primer segundo que los cuatro se les vinieron encima, el hijo del comandante militar empuñó las manos y asestó un golpe directo en el mentón de José Luis Villalobos con tal fuerza que terminó derribándolo al suelo en un sonido seco.
Los tres años practicando boxeo habían dado sus frutos y más porque aquello era lo que le encantaba.
Desgraciadamente, la pelea llegó a su fin sin haber comenzado.
—No crean que por ser privilegiado no me sé defender —manifestó el joven, sin bajar los puños—. Hay dos opciones: terminamos aquí la pelea y cualquier conflicto futuro, o bien, me encargaré de dejarlos sin caminar durante mucho tiempo y evitar que continúen jodiendo a los demás por la fuerza. Ustedes deciden.
—Eres un maldito loco —dijo uno de ellos y entre los tres levantaron con dificultad a su líder.
—¡Lárguense! —vociferó Sebastián.
Los pasos apresurados se dejaron de escuchar y Alexander dejó escapar un suspiro aburrido.
—¿Estás bien? —Se volvió hacia su amigo, que tenía shampoo a punto de entrar en sus ojos.
—La verdad es que estoy impresionado, ¿sabes boxear? Porque tus movimientos fueron de una persona que sabe de boxeo.
—Lo practiqué durante tres años, algo debía aprender —eludió y se encaminó a la puerta—. Voy a cerrar porque me quiero duchar tranquilo, espero no lo malinterpretes.
—Me acabas de salvar el trasero, Alex —replicó Sebastián, riéndose—. Sería capaz de besarte.
—Entonces mejor dejo abierta la puerta por mi propia seguridad. —Rió Alexander.
Varias noches después, todos los jóvenes recibieron visitas de sus familias y Alexander pensó que solamente él sería el único al que no visitarían y decidió pasarse el día terminando de leer un libro llamado “Marianela” de Benito Pérez Galdós que encontró debajo de su cama el primer día de estadía ahí, el cual era muy interesante e incluso sintió desprecio por el protagonista ciego.
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Editado: 19.08.2024