Eluney Tizatl
1 de enero de 1994
¿Cómo era posible que sus padres le hubiesen ocultado una rebelión indígena tan grotesca?
Y, por si fuera poco, un matrimonio, si es que se podía llamar así, ya que fue vendida vilmente por unas cabras a un hombre mucho mayor que ella.
El problema no era que se casaría con él, sino que sus padres hubieran podido tener ese descaro de entregarla con una persona que no conocía y que le llevaba muchos años de diferencia. Eluney deseaba estudiar y trabajar para tener una mejor vida, no repetir patrones tóxicos, pero parecía que su destino ya estaba trazado desde su nacimiento.
Agradeció a Dios que Horacio Méndez estuviera más ocupado por el ataque al Palacio Municipal de San Cristóbal de las Casas que de ella, de lo contrario, la habría llevado lejos de su familia y obligado a pasar la noche con él y comenzar a darle hijos, tal como era normalizado en todos los pueblos indígenas.
Se horrorizó de solo imaginar estar con ese despreciable hombre sanguinario.
Ya era año nuevo y tanto Horacio como su padre y los vecinos varones, yacían emprendiendo la marcha para reunirse con los demás y dar inicio a la guerra entre indígenas y el gobierno.
—¿Por qué no me contaron que eso estaba ocurriendo? Ahora entiendo la razón por la que mi padre quiso vincularse con ese hombre. Desea ciegamente tener poder y obtener tierras valiosas a costa de mi desdicha. ¡No lo puedo creer!
—Eluney, no fue para perjudicarte, nosotros solo queremos tu bienestar —repuso su madre con tristeza. Ella sabía lo que su hija sentía.
—Quieren seguir el círculo vicioso de promover el matrimonio forzado de jóvenes con hombres mayores que lógicamente no amamos y no conocemos, ¿Cómo puedes decir que es por mi bien? Horacio es un asesino y de ninguna manera pienso unir mi vida a él ni a nadie que yo no ame.
—Deja de quejarte. Esta es la vida que nos tocó —le espetó su madre con ansiedad—. El amor no existe como tal. Nosotras solo nacemos para sobrevivir en este mundo cruel y devastador, Eluney. Tenemos que encontrar la manera de estar con vida y, si solo complaciendo a nuestros maridos es la manera, entonces debemos hacerlo sin protestar.
—Es la vida que creemos merecer solo por ser mujeres indígenas —bufó Eluney—. Déjame decirte que hay más mundo allá afuera que estas montañas.
Su madre se quedó callada y la chica comprendió que era caso perdido querer exponer su punto de vista en esa casa y en cualquier lugar.
—¿No crees que es muy extremista todo esto, mamá? —le preguntó con incertidumbre.
Su padre no sabía utilizar un arma, solo machetes y, a juzgar por los militares entrenados, había altas posibilidades de no salir ileso. Habría muerte y sangre derramada.
—Tenemos que recuperar lo que nos pertenece, Eluney. El gobierno jamás nos ha tomado en cuenta por ser indígenas y esta manera es la única que tenemos para hacernos notar.
—Podrías comenzar a ver un cambio si dejan de obligar a las mujeres jóvenes a casarse con desconocidos.
—Nuestro patrimonio sigue en juego y tú sigues molestando con lo mismo —le espetó su señora progenitora con enfado—. Habrá una guerra terrible en este momento y tenemos que mantenernos fuertes.
—¿Y por qué no me dejaste ir a luchar también?
—Porque eres mujer. Solo los hombres tienen la fuerza necesaria para defenderse, nosotras seríamos una carga para ellos.
Eluney puso los ojos en blanco.
Su madre se contradecía en sus palabras.
Cuando le convenía, ponía en alto el ser mujer, y cuando no, barría el suelo con su género.
Incluso en su núcleo familiar había discriminación y machismo en su máximo esplendor.
—Ser mujer no es sinónimo de debilidad.
—¿Qué es sinónimo? —quiso saber su madre con el ceño fruncido.
—Significa algo “igual”.
—¿De dónde aprendiste eso?
—Lo escuché de unos niños cerca de la escuela en donde vendo los collares —mintió, mirando a otra parte.
Por pura suerte, Eluney aprendió a leer y escribir a escondidas, gracias al señor Emiliano Gómez, un maestro de telesecundaria jubilado que se acercó a ella cuando tenía diez años mientras vendía en los andadores y le regaló un libro. A partir de entonces, él se encargó de enseñarle a leer y escribir, llenándola de sabiduría del mundo exterior, dotándola de conocimiento hasta el nivel de tercero de secundaria porque hasta ese límite se podía. Y le recomendó que intentara buscar la manera de continuar aprendiendo porque era muy inteligente, pero Eluney sabía que eso sería arriesgado.
Cada tarde, le dedicaba una hora para aprender, hasta que el año pasado, el maestro falleció a causa de un infarto, dejándole muchas enseñanzas y recuerdos. Él había sido la primera y única persona que había creído en el potencial de ella y jamás la menospreció, sino todo lo contrario, la alentó a perseguir sus sueños del conocimiento.
Eluney le lloró a escondidas porque ese hombre logró hacerle un bien sin pedirle algo a cambio.
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Editado: 19.08.2024