Una tarde de llovizna, el señor Collins montó al burro a paso apresurado, volando lejos de los charcos de lodo y los obstáculos del camino pedregoso, para ir a agradecerle al vendedor por haberle ofertado a su mascota. Fue sin percatarse de que los niños habían seguido sus primeras pisadas. Al llegar a la pequeña cabaña del vendedor furioso, le relató todo cuanto le había sucedido con el burro. Mas él no creyó a sus palabras.
—¡Eso no es posible! ¡Los burros no vuelan! ¡Y este burro inservible tampoco! —exclamó.
—Ya se lo expliqué, señor... ¡Este burro sí vuela! ¡Sí puede volar! —respondió el señor Collins, mostrándole las blancas y tersas alas de Angelus.
—No, no, no... Vosotros me habéis tomado el pelo —dijo con la mirada furiosa—. ¡Los milagros no existen!
—¡Claro que existen los milagros! —gritó el niño, con admirable valentía, y saliendo de su escondite.
—¡Nuestro Dios Altísimo ha respondido a nuestras plegarias constantes, hijitos míos! ¡Dios nos ha enviado este burro como provisión y respuesta a nuestras oraciones! —exclamaba el padre con gozo, acompañado de una inmensa gratitud.
—¡Dios nos ha creado este burro con alas solo para nosotros! ¡Solo para nosotros! —festejaba Russell, agradeciendo y alzando su mirada al cielo.
—Él nos lo dio, porque hemos albergado fe en nuestros corazones y la bondad suficiente para recibir a un ser tan especial como Angelus.
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Editado: 11.01.2024