—Preparen mi carruaje —Lord Andrew terminaba de acomodarse las mangas cuando su ayuda de cámara hizo una reverencia y salió tan rápido cómo pudo. Suspiró, era lo mismo con la mayoría de sus empleados con excepción de Arthur, su mayordomo.
Una vez sus mangas quedaron listas, alzó la mirada encontrándose con aquel horrible reflejo que el espejo le mostraba.
Anthony Lethood, el antiguo Duque de Somerset, había tenido un feliz matrimonio junto a Lady Diane, aunque sin poder disfrutar de la dicha de una familia numerosa, puesto que, tras diez años de matrimonio, cuando Diane estaba en la avanzada edad de 29 años, pudo dar por termino a su quinto embarazo, teniendo la fortuna de haber dado a luz al heredero del título: Andrew Lethood.
Los siguientes diez años habían sido milagrosos, puesto que el niño crecía totalmente sano y fuerte, raramente pescaba algún que otro resfriado del que se curaba a la semana, no obstante, cinco meses de haber sido su doceavo cumpleaños, aquella felicidad se había arruinado luego de esa fatídica noche, en la que Lady Diane falleció en el incendio ocurrido en la casa de campo en Somerset y donde el pequeño Andrew había resultado gravemente herido.
Sonrió con amargura aun viendo su propio reflejo.
Era un completo lisiado… o algo así. El fuego había destruido la mitad de su rostro, aunque tardó un mes en darse cuenta debido al shock padecido tras la tragedia, sin poder creer que aquella enorme herida le acompañaría por el resto de su vida. La mitad izquierda era un horror, un horror asqueroso para cualquiera, su piel arrugada se perdía entre la oreja y en su cuello, siendo algo tan desagradable de mantener a simple vista, pero que, aunque tratase de ocultarlo con un pañuelo, era en vano, puesto que ni su cabello crecía bastante como para hacerlo.
Era una característica que sin duda le hacía resaltar, mientras estudiaba y practicaba su esgrima, le ayudó bastante a poder intimidar a todo aquel que quisiese molestarlo y no había nadie para defenderlo… pero también era algo que lo alejaba a la hora de querer acercarse a alguna mujer. Ninguna soportaba verlo, ni siquiera sus sirvientas a quienes les pedía té de vez en cuando. Todas alejaban la mirada, arrugaban el rostro y hacían muecas, tal vez por eso sus comidas nunca fueron preparadas con cariño.
Desde que su padre falleció en 1809 debido a una enfermedad, el terror se había instalado en aquella casa de campo donde creció. Todos le rehuían y sólo pudo agradecer que Arthur tomara el lugar de su viejo padre para ser su nuevo mayordomo. Ambos eran cercanos en edad, por lo que apreciaba su compañía cuando Lord Anthony se encerraba en su despacho. A veces tenía la sensación que a su padre también le parecía asquerosa su cicatriz, además de ser el constante recuerdo del día en que perdió a la mujer que amaba y a su hijo tan… perfecto.
Seguía siendo sano. Seguía siendo fuerte. Seguía siendo amable… pero ya no estaba completo. Y esa imagen no la podía representar un Duque.
Tristemente, ya no existían más herederos.
Sintió unos toques en la puerta, lo que le hizo apartarse del espejo antes que Arthur ingresara a la habitación.
—El carruaje ya está listo, milord —Lord Andrew se abstuvo de poner los ojos en blanco ante la etiqueta utilizada por el rubio.
—Arthur, ¿qué te he dicho?
—Lo lamento, es la costumbre —se excusó, sabiendo que ambos eran más amigos que patrón y mayordomo. La sonrisita que había aparecido en el rostro del mayordomo se esfumó en cuanto notó el temblor del azabache— Andrew, ¿todo bien?
—Sí, sólo… ya fue difícil tener que volver a Londres y ahora tener que ir al baile… —inhaló y exhaló en una respiración profunda en busca de tranquilizarse. Arthur supo que desde el momento en que se convirtió en Duque, todo sería más complicado para Andrew— Ojalá la máscara hubiera estado lista.
—Presionaré al fabricante para poder tener la máscara lo más pronto posible. Por lo demás, puedes enviar un mensaje a Eric para rechazar ir al baile.
Andrew sonrió anhelando poder sentarse en su escritorio y redactar el mensaje, pero ya le había prometido a su mejor amigo estar en el baile de la Condesa de Pembroke, puesto que según sería bueno para dar a conocer su negocio y poder ir en busca de una esposa…
Pero, ¿quién querría casarse con el Duque Monstruoso?
—Ojalá pudiera —tomó su sombrero tomando otra profunda respiración para darse ánimos—. Deséame suerte.
—Estoy seguro que esta será la mejor noche que usted tenga, milord —le molestó al utilizar la etiqueta, sonriéndole con una picardía burlesca que desapareció en cuanto el duque salió de la casa directo al baile—. Suerte, amigo.
Sabía que no sería un tema fácil de resolver. Todos confiaban en las habilidades contra la esgrima o los negocios que poseía Lord Andrew, pero más allá de eso no querían interactuar con él. Hasta Arthur le tuvo miedo cuando lo conoció a los 17 años. En ese entonces, Andrew sólo era un jovencito en sus 15 años deseoso de poder ver a sus amigos o de que alguien fuera amable con él, pero a medida que pasaban los días y Arthur aprendía de su padre las labores de un mayordomo, es que pudo notar la indiferencia con la que el chico era tratado y que sólo en verano, por un par de semanas, es que podía recibir la visita de dos de sus amigos: Eric, futuro Marqués de Bristol y James, futuro Duque de Bedford.
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Editado: 14.12.2024