Ingresé a la necrópolis junto con la bicicleta y la mochila. Recorrí las 10 manzanas en busca de algún lugar para depositar mi carga. Una bóveda vieja, un nicho antiguo, un sitio que sea seguro. Después de unos minutos de bicicleteo, opté por pasar por la zona de las lápidas en tierra, pues era costumbre dejar preparado para la siguiente jornada, alguna tumba abierta, para recibir un nuevo féretro. En épocas de la dictadura de la década del 70', en este cementerio municipal, ocurrieron hechos singularmente espeluznantes. Era vox populi, la historia del sereno que en horas de la madrugada, tenía que proceder a la apertura de los portones laterales del cementerio, por donde ingresaban los vehículos de los grupos de tareas policiales y militares.
Traían cadáveres, producto de los apremios y torturas, que de forma anónima les daban sepultura en alguna fosa abierta. Se limitaban a tirarlo y proveerle algo de tierra.
En una oportunidad, los deudos de un finado y sus enterradores quedaron estupefactos al notar que en una de las excavaciones yacía otro cadáver. Lo habían semi enterrado con poca tierra y se observaba en forma clara sus extremidades. En esa ocasión, los deudos tuvieron que callar y depositaron el féretro sobre el “inquilino” consignado quizás, la noche anterior.
Otro sereno, casi perece de un síncope del susto, cuando una persona “resucitada” se le apareció en la oficina del cementerio. Se trataba de un muchacho joven, de unos veintitantos años de edad, que había sido traído de forma supuesta sin vida por los torturadores. Como era habitual, buscaron una tumba abierta y le precipitaron unas paladas.
En esa analogía de humor negro, recuerdo la actriz Emma Thurman en la película “Kill Bill 2”, donde, en una escena, luego de salir de su lápida, se apareció en un bar cubierta de tierra. Así se le asomó ese sujeto al sereno, pidiéndole por favor un vaso de agua. Como prosiguió la historia, lo ignoro por completo.
En ese momento de mi recorrida, no había fosas abiertas. Otra opción que se me ocurrió fue traer una pala, abrir una tumba en tierra y depositar allí la carga. El tema se cernía que podría ser visto. Inspeccioné con detenimiento el lugar, si podría ser de acceso fácil desde la calle, ya que solo en ese lugar nos separaba un alambre perimetral.
En un instante, di a cuenta que había un detalle que había pasado por alto. Las calles lindantes al cementerio tenían cámaras de seguridad públicas y parte del recorrido que había efectuado desde mi domicilio hasta ese lugar, había cruzado no menos de 10 cámaras. Debía evitarlas, pues sería harto sospechoso que me vieran circular en varias oportunidades hacia ese sitio. Debería sortearlas, planeando un recorrido alternativo y lejos de esos lentes delatores.
Cuando parecía que la faena de traer el cuerpo al cementerio resultaría muy complicado, había un rato antes, pasado por un sitio llamado “El osario” Una suerte de tumba gigantesca, contruída en hierro y chapas metálicas, con un foso de varios metros. En la misma, la administración municipal, solía tirar los despojos humanos de tumbas viejas o cadáveres que los deudos no pagaban el nicho o la tierra. Olía terriblemente mal. En uno de los laterales, poseía una portezuela atada en forma manual con un poco de alambre de enfardar. Cuando abrí esa puerta, un rayo de luz iluminó un mar de huesos y restos. De forma decidida, saqué de la mochila la cabeza envuelta en las bolsas y sin titubear, la tiré en su interior.
Era el lugar perfecto para ocultar el cadáver. El olor no delataría su existencia, además las alimañas se encargarían de reducir todo a huesos pelados. Volví a atar la portezuela como estaba. Solo disponía de pocas horas. Debía cuanto antes, traer el resto del cuerpo. El cementerio cerraba sus puertas a las 19 horas. Ya eran las 17.55.
Esta zona del cementerio parecía desierta de actividad humana, se escuchaba de forma clara el trinar de los pájaros y el tenue silbido de la brisa de la tarde recorriendo las lápidas. Cerré la portezuela con el alambre. Sentía un especie de alivio. Lo que estaba viviendo era demasiado intenso. Luego de haber pedaleado unos cien metros del osario, me detuve. Prendí un cigarrillo, debía serenarme para meditar como urdir el siguiente paso. Si me atrapaban con parte del cuerpo en la faena del transporte hasta este lugar, todo el trabajo que me había tomado, no tendría sentido.