El mesero se queda desconcertado ante las palabras de doña Margarita. Ella, en cambio, vuelve a acomodarse en su asiento y tomar el pincel, dispuesta a continuar su dibujo.
—Cuando termine de pintar me trae la cuenta, Carlitos.
—Por supuesto, doña Margarita —responde automáticamente. Sus movimientos no son controlados por él, eso es obvio, pues su mente está mucho más allá de la cafetería, de la calle, de Montevideo, de la Tierra. Con cuarenta y cinco años, Carlos siente que un velo acaba de caerse y ante sus ojos hay una visión más clara del mundo.
Con los codos sobre la barra, el hombre dirige su atención a la mesa del fondo, donde una concentrada Margarita hace líneas sobre un grueso papel, sin ser consciente de la mirada lejana que tiene encima. Ella intenta plasmar su alma con colores cálidos y no dejarse llevar por sus pensamientos negativos, los cuales, si ella pudiera, representaría en tonos fríos, entre un azul y un violeta. Sabe que está llegando su hora, sabe que, como flor que es, se está marchitando, pero sigue pintando porque quiere que la muerte la encuentre haciendo magia con sus pinceles y no recostada en una cama pidiendo con desesperación que se la lleve.
—Carlos, ¿se encuentra bien? —Don Ernesto, el dueño, lo mira con cierta sorpresa—. ¿Qué cosa rara le pudo decir doña Margarita que lo dejó tan distraído? Vaya afuera a despabilarse un poco, si quiere.
—No se preocupe, don Ernesto, no necesito despabilarme. ¿Sabe qué? Hasta podría decirse que ando totalmente despabilado, ya veo con más claridad las cosas. No se imagina lo cegado que estuve todo este tiempo. ¡Ay, la vueltas de la vida! ¿No le parecen curiosas?
Don Ernesto estalla en carcajadas.
—Ya hasta suena como ella... ¡Mejor vaya a trabajar de una vez! Que lo contraté de mesero, no de payaso.
Mientras Carlos se dirige hacia el resto de la clientela, el dueño del lugar se distrae por un momento mirando a la mujer con nombre de flor. ¿Qué disparate le habrá dicho como para contagiarlo con sus vibras? Hasta pareciera haberse convertido en su sucesor. Y cuando desea dejar atrás el asunto, ve que doña Margarita se levanta, con cierta dificultad, y comienza a guardar sus materiales. De pronto la mirada de los dos ancianos se cruzan, para luego desviarlas como dos adolescentes avergonzados. Afortunadamente, para don Ernesto, más clientes llegan al local, por lo que se dispone enseguida a atenderlos. En tanto, Carlos logra llegar a tiempo al fondo de la cafetería con la cuenta.
—Muchas gracias, mijo —dice ella, mientras le señala el dinero sobre la mesa y enreda su cuello arrugado con la bufanda tejida a mano—. Lamento que esta sea nuestra despedida.
—La estaré esperando el próximo año, doña Margarita.
—Este es mi último año, Carlitos... Las flores algún día se marchitan, ¿sabe? Pero le aseguro que mi aroma perdurará en la nariz de las personas mientras sigan trayendo cada 21 de setiembre mi café... El café de Margarita.
Volviendo a dejar descolocado al mesero, doña Margarita se marcha de la cafetería Flor de Primavera con un nudo en la garganta y una sensación cálida en el corazón, muy similar al amor.