Majestuosa se alzaba sobre el impoluto suelo. Verdes sus veredas y coloridos sus interiores. De firmes construcciones de mármol y piedras finas y magnifica forma, tan hechizante como antigua. Múltiples vitrales decoraban sus paredes; místicas imágenes y enigmáticos pasajes. De finas piedras los candeleros colgaban, iluminando como estrellas el fiel retrato del cielo. Tan exquisita pintura, en esencia y tiempo.
De blanco y dorado se pintaba el suelo, por finos azulejos tan brillantez como nuevos. Y de mismos matices se bañaban las paredes, cada rincón resguardante de reliquias de oro brillante. Objetos firmes de devoción y costumbres.
Pulcras sillas de madera tallada se acoplaban con maestría por cada extremo del lugar, en perfectas filas y, en el centro, con la imponente presencia que la caracterizaba, sostenida sobre escalones bañados en oro, rodeada por velas de llama eterna y perfumada en viveza por bellas flores cortadas en gráciles ramos, la estatua de la Diosa del Sol se mostraba, aquella que bendecía con su luz toda acción humana meritoria de tales dotes y que, en contrariedad, maldecía a la oscuridad a todo acto imperdonable que quebrantaba la pureza de la bondad y la libertad individual. Juez y testigo de los mas importantes eventos, de las mas hostiles situaciones y de las mas memorables venias. Y esta vez, no seria diferente. El templo del Sol se preparaba para grabar en sus memorias inmortales la sagrada boda de otro miembro mas de la realeza….de su más querida princesa.
Y todo Kass lo sabía, desde nobles kassianos e importantes aristócratas moniacos que comenzaban a tomar lugar en el interior del templo, hasta multitudes de plebeyos que, ansiosos, esperaban presenciar el inicio de tal inusual y trascendental evento.
Tanta algarabía, tanta jovialidad, tantas ávidas expectativas acrecentadas por la más genuina curiosidad ante algo sumamente ansiado, pero que, por desgracia, no era especialmente compartido por ningún integrante de la familia real Kassiana. El príncipe Benjamín que, elegante y altivo, esperaba junto al rey Teodor y el príncipe Alexander la llegada de su hermana, en el embellecido quiosco que encabezaba el lugar, justo a los pies de la diosa Solar, reflejaba en su mirada algo mas que indiferencia. Dolor e impotencia que, aunque encubiertas con ensayada maestría, esta vez no podía pasar desapercibida ante el escrutinio del mas inexperto ojo critico. Y en las afueras del recinto, ante las grandes puertas con detalles de oro que marcaban el termino de los amplios escalones que conducen a su encuentro, la princesa Emilia y el Rey Sebastián esperaban en nervioso silencio su justa apertura. Ambos con igual aflicción, pero distintos sentimientos.
El rey, consumido por la vergüenza y el arrepentimiento provocados por sus actos egoístas y ambiciosos y Emilia, por el infortunio que le prometía un futuro desconocido y frágil. Todo reflejado en sus antes brillantes ojos azules y sus ahora, tensas facciones. Como dos ríos de turbulentas aguas a punto de desbordarse en penas. Penas inevitables que ya están forjadas. Y ambos lo sabían. Todos lo sabían. Solo les quedaba afrontar la situación con extrema valentía. Aunque lo que demandaba fortaleza, frecuentemente consumía la vitalidad y armonía del alma en templeza, y la princesa comenzaba a comprenderlo. La intranquilidad y el miedo amenazaban con consumirla, con derrumbarla, con incitarle a rendirse a sus debilidades. Y los temblores de su cuerpo y el leve sudor que bañaba su frente y sus manos, eran señal de ello. Un sutil aviso de lo que vendría. Y eso solo la aterraba más.
-Emilia-. Saltó en sorpresa ante el llamado preocupado de su padre. -¿Te encuentras bien? Estas temblando-.
-¡Oh!-. Exclamó mirándole. -Es-estoy bien, padre. Solo un poco nerviosa-.
El rey Sebastián suspiro abatido, mas por la culpa ante lo que presenciaba que por nervios y el agotamiento.
-No te aflijas, por favor. Solo ahora veo la magnitud de mis pecados. Y no puedo más que estar arrepentido-.
-Padre…-.
-Se que ahora lo que menos necesitas es que se acrecenté tu aflicción con mis disculpas vacías, pero no puedo evitar, mi querida Emilia, soñar con algún día obtener tu perdón, como te lo manifesté hace unas horas-.
-Y sabes, como te lo manifesté yo con igual ímpetu, que no tengo nada que perdonarte. Nunca podría guardar rencor por alguien, y mas si ese alguien es tan importante para mi-.
-Y me enorgullece la pureza de tu corazón…-. Alzó su mano con la intención de posarla en la mejilla de la joven, pero se detuvo tambaleante justo antes de tocarla. -Pero yo no merezco tal consideración. Ya no-.
-No digas eso, padre-. Le suplicó Emilia, al ver como bajaba su mirar al suelo, derrotado. -Yo no podría…-.
-Pero lo harás. Tal vez ahora aun no haz experimentado el odio, pero pronto sabrás su sabor. Es una emoción tan básica del sentir humano que es imposible no saberse conocedor de ella en algún momento de la vida. Pero créeme que cuando lo sientas hacia mi no te culpare, solo implorare su termino, si se me permite-.
-Comprendí tus motivos cuando se me comunicó de este compromiso-. Con cautelosa lentitud, tomo su mentón entre sus manos y alzó su cabeza hacia ella. -Y los comprendo ahora. Por favor padre, no confundas mi nerviosismo con reproche-.
El rey Sebastián le sonrió, en un gesto tan frágil como doloroso.
-Jamás lo haría. Es mi tormentoso corazón que se hunde en culpa-. Esta vez, si se atrevió a posar su mano en su mejilla, en una suave caricia. -Pero te diré algo para tu tranquilidad, si es a tu futuro al que le temes. El sufrimiento innecesario no estará en tu vida, de eso me he asegurado, créeme. No permitiría ni que una sola espina te tocara. Pero no puedo protegerte de todos los peligros, para mi lamento, y tendrás que poner de tu parte para enfrentar aquellos que están fuera de mis manos. Y no dudo que lo lograrás con merito. Pero por ahora, confía en mi, y enfrentemos ambos esto con valentía-.