Cinco de marzo del dos mil siete. Justo fue ese primer día de clase, cuando las escuelas de todos los niveles del país empezaban el ciclo lectivo, que Agustín se reintegró al fin a su puesto de trabajo. Los empleados, al verlo, se preocuparon porque carecía por completo de su chispa habitual.
Eran las nueve de la mañana. Estaba sentado en el despacho de gerencia, con la mirada perdida mientras esperaba un llamado importante. Delante suyo, en un correo electrónico abierto, se leía una sola frase:
"Acabo de saber los resultados del ADN. Me voy a cambiar el apellido por el de mamá. Alain".
Suspiró. Aquel secreto lo iba a matar de los nervios. Trató de pensar en cómo encarar el asunto cuando un par de golpecitos en la puerta lo distrajeron de sus pensamientos. Alzó la vista con preocupación.
—Disculpe, Agustín. Afuera está su hijo.
—¿Cuál de los cu... —carraspeó—... de los tres?
—Este... Juanchi —titubeó la recepcionista, dudando a pesar de que tenía conocimiento de que el único hijo de su jefe que vivía con él era el menor de quince años, pues el gesto de su jefe la descolocó por un segundo.
—Ah, cierto —empezó a reír nervioso. Se levantó de la mesa, ocultando de manera torpe el correo para que ninguno de los empleados lo viera, sin poder dar con el botón de "suspender" de la computadora—. Enseguida lo atiendo.
La joven recepcionista estaba a medio paso de salir cuando se volvió, resuelta.
—¿Ocurre algo, Agustín? Usted siempre tiene el mejor ánimo, pero se lo nota apagado, triste. Juanchi trae cara de entierro. ¿Está todo bien entre ustedes? Sabe que puede confiar en mí y en mis compañeros. Si podemos ayudarle...
—¿Qué tiene Juanchi?
—Está hecho un trapo de piso, si me perdona la expresión —respondió ella justo antes de que sonara el teléfono de la mesa de recepción—. Disculpe.
Quedó solo. Se llevó ambas manos a la cabeza, sintiendo que el drama familiar se le anticipaba y que ya nada podría evitar el desastre.
Por más que estaba muy preocupado por el asunto, antes de salir, se detuvo frente al espejo para controlar su aspecto. Cruzó el pasillo hacia la recepción y al salón principal del hotel dónde había gran movimiento de huéspedes. Divisó a su hijo, vestido con el uniforme marrón del colegio al que asistía, echado sobre el sofá de la sala de espera.
—Juanchi, mijo...
El chico abrió los ojos, de color verde similar a los de su madre. Más bien, el chico era parecido a ella en todo desde los ojos, el cabello rubio, el tono de piel y esa personalidad inquieta. De él no tenía nada físicamente, pero bastaban en reparar en algunos gestos para encontrar su mismo aire.
—Decime que has firmado todos los papeles de mi inscripción.
—¿De la inscripción? Ah, era eso —respondió, aliviado, aunque no entendía que estaba sucediendo—. Firmé todo y lo entregué en una carpeta colgante color beige con tu nombre impreso en el visor, tal como lo exigía la nariz parada de tu rectora.
—Me acaban de decir que no estoy inscripto, que estoy fuera del cole.
El hombre empezó a reírse a lo loco, llamando la atención de los trabajadores, quienes creyeron que se estaba recuperando de su bajón anímico. Agustín siguió riendo y le dio un fuerte golpe a su hijo en el hombro, tan típico de su torpeza.
—¡Buena broma, por un momento me la creí! Ahora quiero saber por qué estás aquí y no en el colegio.
—Porque no has firmado la última hoja, Agustín —contestó el chico, sin dejar la cara de tragedia.
—No había nada que firmar, Juanchi.
—Sí. En la última hoja del reglamento.
—Solo eran hojas sueltas, mijo, no tenía nada que llenar o firmar —contestó muy seguro.
—Sí había, señor —tomó aire—. Eran tres hojas, doble faz. En la última había una nota aclaratoria.
Su risa se cortó de manera abrupta. Su cara perdió por completo el color. Tragó saliva con dificultad.
—¿Qué...? ¿Qué nota aclaratoria...?
—Sip —asintió el chico y agregó, fiel a su estilo burlesco, pero sin dejar la gravedad del asunto de lado—. Ahora soy un niño sin acceso a la educación por tu culpa. Mi mami te puede denunciar y quitar la tenencia por esto, ¿sabes?
El abogado pensó con horror que, sumado a su drama secreto, se le sumaba este que era peor, mucho peor. ¿Cómo iba a explicarle a la Lucero, la mamá de Juanchi, que el chico estaba sin colegio por su culpa? ¿Qué le diría a la Milena, su hermana? Sin duda armaría un escándalo, no se lo perdonaría nunca. Ah, y eso sin dejar de lado que inmediatamente se lo contaría a la Cata, la madre de los tres Martínez y abuela de Juanchi, que no se acostumbraba a la idea de que su primogénito tuviera tanto hijo sin haberse casado. Se aflojó la corbata que empezaba a quitarle el aire. Intentó serenarse y pensar en una solución.
—Vamos ahora mismo a hablar con la rectora. No tenían derecho a hacerte esto si estabas solo.
—Eso mismo le dije. Le dije que no podía hacerlo, que eras abogado, que la podías denunciar y se cagó de risa.
—Ah, ¿sí? Yo podré ser muchas cosas, Juan Cruz, pero cuando me ningunean la carrera me pongo violento. Vamos.
Cerca del mediodía, en la casa familiar, la única que estaba presente era Milena. Milena era la hermana menor de los Martínez, de unos treinta y ocho años. Era una mujer bella al natural, no se arreglaba demasiado puesto que ser maestra jardinera le hacía correr, saltar, ir tras sus alumnitos en todo momento e, incluso, solía tirarse al suelo a jugar con ellos. Vestía un poncho con detalles de tela cuadrille rosa en el cuello y bolsillo delantero, donde se leía "Seño Mile" bordado en letras cursivas. Debajo tenía un pantalón de vestir y zapatos bajos, estilo que solo respetaba en los actos ya que en días comunes vestía pantalones cómodos y zapatillas. Al ver la hora no pensó que era tan tarde así que, en vez de cambiarse y ponerse cómoda, puso a hervir agua para los fideos e ir preparando una salsa simple para acompañar el plato.
#4091 en Otros
#722 en Humor
#1330 en Novela contemporánea
argentina, adolescentes humor, comedia humor enredos aventuras romance
Editado: 07.07.2024