En el colegio todos estaban más cómodos con el equipo de educación física para esos días de invierno. Lo bueno es que faltaban un par de días para las ansiadas vacaciones. Las chicas, que podían usar pantalones joggings en vez de la pollera, eran las más agradecidas. Adela solía ser muy friolenta, y ese día se había puesto hasta medias can can debajo y un par de medias extras.
—Menos mal que nos habilitaron para bebidas calientes —comentó Juanchi. Ambos estaban en el bufet, aprovechando que esperaban a un profesor de la materia siguiente porque uno había faltado.
—Sí, se agradece —contestó la chica. Ambos fueron con sus vasos de café hacia dentro del colegio. Se sentaron en unos escalones que iban a un curso cerrado, donde no había tanto cruce de aire—. ¿Cómo has estado con todo lo que te contó tu papá?
—Bien. Me divierte saber que tengo un hermano suelto por ahí y que mi hermano mayor está que revienta por eso —lanzó una carcajada.
Adela hizo una mueca. Por aquellas semanas ambos estaban más cercanos, incluso Juanchi frecuentaba su casa y hasta se llevaba de maravillas con los padres y con su hermana menor. La chica la pasaba bien con él, aunque le costaba acostumbrarse a esas ocurrencias, como aquella, en la que él parecía ser un inconsciente total que no dimensionaba la gravedad de las cosas.
Por eso, solo por eso, lo envidiaba. Juanchi no se tomaba nada en serio y por eso no sufría tanto.
—¿Qué pasa? —le preguntó él.
—Nada, es que... —dudó—. Es que... yo...
—¿Qué tienes? —y se escandalizó—. ¡Estás embarazada!
La chica quedó boquiabierta.
—¡Nada que ver, Juanchi! Iba a decir que yo también tengo un hermano —contestó ella. Dio un sorbo a su café con leche humeante—. Mi papá me lo dijo cuando yo tenía seis años.
—O sea que él no sabe que tiene hermanas.
—No, no, Juanchi —meneó la cabeza—. Yo soy la hermana.
—Pará, no entiendo. Vos tienes a tu hermana Verónica.
—Sí.
—Pero tu papá dijo que tiene un hijo... que no es hermano de tu hermana, pero sí el tuyo —silbó—. ¡Y atreves a decir que mi familia es la rara!
—¿Qué es lo que no entiendes? —saltó Adela.
—¡Qué tu papá tenga un hijo que es tu hermano, pero no es el de tu hermana!
Adela casi escupió su bebida.
—¡Y eso es lo que te estoy diciendo, tarado!
—¿Y cómo carajo hizo?
—¿Me estás cargando? —acusó.
—A ver, vamos por partes —tomó aire—. Me dices que tienes un hermano.
—Ajá. Hijo de mi papá con otra mujer.
—Mierda, y yo que pensaba que el Luis era incapaz de hacer cosa semejante.
—¿Luis? Luis no es mi papá —contestó Adela. Como haciendo un clic ahí comprendió el malentendido—. Ah, no me digas. ¿Vos creías que mi papá era Luis?
—Sí. Pensé que eras como yo, que llamabas a tu viejo por su nombre —soltó una carcajada, también comprendiendo el punto de la confusión—. ¿Entonces quién es tu papá? El de los soldaditos, para que quede claro.
—Se llama Víctor —contestó ella—. Vive en Córdoba. A principio de año tuve un lío con él y con mi mamá y por eso falté todo el diagnóstico a principio de año.
Juanchi entendió mas Adela quedó muda, recordando aquellos días de gritos en la casa y llantos a través del teléfono. Trató de aguantar el lagrimeo y su amigo se dio cuenta.
—Ey, a veces las cosas se complican con los viejos, pero no significa que todo sea porque nos quieren ver mal a propósito.
—Algo así me dijo la psicopedagoga —retrucó la chica. De pronto sintió que debía soltarlo todo, que su compañero no la juzgaría, por lo que sintió algo de alivio—. Yo siempre sentí que lo han protegido a él antes que a mí. Cuando se enfermó querían obligarme a subir a un colectivo para Córdoba a presentarme y despedirme.
—¿Despedirte?
—Sí, le dio un ataque al corazón. Quedó tan dañado que le daban poco de vida. Por un inexplicable milagro, lograron operarlo con éxito y se salvó, aunque está delicado aún. Mi papá insiste en que lo mejor sea que nos conozcamos, que le va a hacer bien verme y... fue demasiado para mí. Yo no quiero saber nada de él.
El chico rodeó con un brazo y la atrajo más a sí.
—Lo siento, Adela.
—Gracias. Me daba vergüenza contarles esto —soltó una lágrima la cual se quitó antes de que le rodara por la mejilla. Quiso evitar hacer un dramita pero no lo pudo evitar—. Perdón, no me gusta llorar delante de nadie.
—He visto cosas peores, no te tiene que apenar llorar o gritar por algo que no te gusta—dijo el chico mientras le daba un sorbo a su café, con total despreocupación.
Ella lanzó una risita. Sí, lo envidiaba.
A la salida fueron juntos a la parada. Como a sus amigos los retiraron los tutores, quedaron solos. Eran cinco y media de la tarde y el frío había aumentado considerablemente.
—¿Quieres ir a mi casa? Siempre voy a la tuya y nunca te invito a la mía —propuso el chico—. Me toca a mí ser el anfitrión.
—Bueno. Le voy a mandar un mensaje a mis papás para que no se preocupen.
Al llegar a la casa notaron que todo estaba calmo y en silencio.
—Al parecer cada uno está en su cueva. Pasá.
La chica notó el silencio del salón. Puchero la vio y fue corriendo hacia ella, empujando a su paso las sillas del comedor y algunas cosas más.
—Está enorme, creció de golpe, ¿eh? —afirmó la chica mientras lo acariciaba. Mazamorra también se acercó para que lo acariciaran, pero sin dejar su pose seria.
—Espero que no nos hayan estafado con las tortillas. El pan dulce de la señora de la esquina tiene buena pinta —comentó él mientras ponía agua caliente en la pava.
Ambos conversaban tranquilamente en lo que el agua estuvo lista. Del piso de arriba, Nacho y Agustín salían al mismo tiempo de sus habitaciones luego de haber dormido una siesta reparadora. Se miraron y cayeron en cuenta que se escuchaba voces que provenían de la cocina.
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Editado: 07.07.2024